Publicado en el nº 2.725 de Vida Nueva (del 16 al 22 de octubre de 2010).
El próximo 22 de octubre, en Oviedo, aquella intuición compartida de un grupo de mujeres de la Acción Católica que cuajó, hace ahora 50 años, en lo que es Manos Unidas, recibirá la más alta distinción civil a que se puede aspirar en España: el premio Príncipe de Asturias, en su caso, a la Concordia. Se trata, según el acta del jurado, de un reconocimiento por “su apoyo generoso y entregado a la lucha contra la pobreza y en favor de la educación para el desarrollo en más de sesenta países y, además, por su contribución, en los últimos años, en proyectos específicos cuya meta es combatir el hambre y reducir la mortalidad materna en el mundo”, que viene prestando a lo largo de su medio siglo de existencia. Fiel a estos principios, Manos Unidas destinará el importe de este prestigioso galardón a un proyecto de reactivación agrícola para los desplazados por el terremoto del pasado enero en Haití, del que podrán beneficiarse 5.600 personas.
Este premio, que lo es a toda la Iglesia, no es sólo un reconocimiento de la sociedad civil a una obra eclesial llevada a cabo mayoritariamente por laicos comprometidos. Antes, otras entidades como Cáritas o las Hijas de la Caridad fueron también distinguidas por los representantes de una ciudadanía que no teme reconocer los valores religiosos que anidan en las iniciativas que miran al ser humano y a su promoción entera. Es también un acicate para que la Iglesia toda, de la que forman parte Manos Unidas y los miles de voluntarios que la hacen realidad, redoblen sus esfuerzos ante la ingente tarea que les queda por delante en un mundo que cierra los ojos ante las injusticias. Y, a la vez, debiera ser un estímulo para, con humildad pero con firmeza, pasar por encima de cierta condescendencia con la que otras ONGD suelen mirar a esta organización católica. Pocas de aquéllas pueden presentar una hoja de servicio tan inmaculada como la que ahora recibe este merecido premio.
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