EDITORIAL VIDA NUEVA | Hace prácticamente un año, Europol alertaba de que al menos diez mil niños refugiados habían desaparecido en Europa. A las pocas semanas Vida Nueva desvelaba que en España más de tres centenares de menores inmigrantes se encontraban en paradero desconocido. Lamentablemente, el revuelo que se generó se diluyó en el mar del olvido. Sin embargo, la Santa Sede ha reforzado su compromiso con este drama a través del dicasterio para el Desarrollo Humano Integral y se manifiesta en la próxima Jornada del Emigrante y el Refugiado, que pone el foco en los menores bajo el lema Emigrantes menores de edad, vulnerables y sin voz. El Papa ha denunciado cómo “acaban fácilmente en lo más bajo de la degradación humana, donde la ilegalidad y la violencia queman en un instante el futuro de muchos inocentes”.
El último informe del fiscal de Extranjería corrobora esta tesis al recoger cómo se ha disparado en un 85,65% el número de menores no acompañados que han llegado a nuestro país, obligados a iniciar un éxodo que ni siquiera deberían experimentar los adultos como víctimas del hambre, la guerra, la persecución religiosa…
Esta travesía forzada provoca que su dignidad se vea usurpada, convirtiéndose en carne de cañón para las mafias que les fuerzan a la esclavitud, la explotación sexual, la delincuencia, la extracción de órganos, la celebración de matrimonios forzosos… Los muros reales y burocráticos hacen el resto para hacer de ellos víctimas invisibles mientras las instituciones públicas miran para otro lado y la Convención sobre los Derechos del Niño de 1989 queda una vez más en papel mojado.
Intentar ocultar o ignorar el drama de
los menores sin papeles
delata a los estados y a las sociedades como
cómplices de las mafias que los explotan.
Hay medios, pero no voluntad para frenar estos abusos en tanto que se posterga la aplicación de una política migratoria coherente en los países de origen, tránsito y destino. Solo acciones permanentes y coordinadas en los tres escenarios permitirían reducir una emergencia global que exige una responsabilidad solidaria. Precisamente, la Iglesia actúa ya en estos tres ámbitos demostrando que es posible rescatar a estos menores desarraigados para ofrecerles una alternativa de futuro.
Claro que los estados occidentales deben velar por una regulación de los flujos migratorios que permita salvaguardar la estabilidad de cada país. Sin embargo, esto no justifica el cierre de las fronteras o la negación de derechos al que llega. Menos aún, desentenderse de los menores, de su acogida y regularización.
Intentar ocultar o ignorar la realidad de estos niños, adolescentes y jóvenes no exculpa a los estados y a la sociedad, más bien se delatan como cómplices de las mafias a las que se sigue dando oxígeno con el silencio mientras castigan a unas víctimas que hoy continúan vulnerables y sin voz.
Publicado en el número 3.018 de Vida Nueva. Ver sumario
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