Editorial

Las dos caras del nuevo año

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Al desearnos un feliz año en estos días de enero, los colombianos agregamos el subentendido de que será el año del postconflicto; así nos autorizan a esperarlo las noticias sobre el progreso de las conversaciones de La Habana y el sentimiento de que 50 años de guerra deben cesar.

Esperamos esa etapa del postconflicto como el comienzo de otra historia de signo positivo. Los comentaristas de enero se han apresurado a señalar como primer efecto de los acuerdos la prosperidad económica.

La prosperidad económica

La visita del profesor de la Harvard Business School, Richard Vietor, estimuló el optimismo. Basado en las estadísticas económicas, Vietor señaló que el crecimiento del país, cercano al 5% anual, lo pone a la cabeza del resto del continente, que solo llega al 2% de crecimiento. Y esto a pesar de ser el único país con un conflicto armado. La conclusión lógica es que, superado el conflicto, el país podrá desarrollar todas sus posibilidades.

Al desaparecer la destructora violencia guerrillera, al restaurarse un clima de confianza para las inversiones y los negocios, al desaparecer la carga del presupuesto de guerra que ha pesado durante decenios sobre la economía y estrechado los presupuestos para educación o salud u obras públicas, la economía del país será otra, concluyen sonrientes los economistas, los hombres de empresa y de negocios.

Se les suman los agricultores al saludar la posibilidad de un campo en paz, en donde se podrá intensificar la producción de alimentos y reducir la importación de productos que la agricultura colombiana podrá cosechar.

A estas positivas consecuencias económicas se sumarán otras, como la disminución de las causas del deterioro de la salud mental de los colombianos. La violencia, en efecto, ha dejado su marca destructora no solo en la piel, también en el alma de la población. Las ansiedades, el resentimiento, las frustraciones, la rabia, los miedos, la tristeza, convirtieron a Colombia en el segundo país del mundo con más enfermos mentales.

La imagen creada por Darío Echandía de una Colombia en la que se podrá pescar de noche recupera su carga de esperanza con la expectativa por la llegada del postconflicto.

El rostro siniestro del postconflicto

Es un período que, sin embargo, ostenta un rostro siniestro. Los científicos sociales que ven en los postconflictos momentos de la historia más amenazantes que las mismas guerras, al demostrarlo, deberían frenar el desbordado optimismo con que el país saludará la firma de los acuerdos de paz.

Ya comienza a aparecer uno de los conflictos de este período, posibilitado por la evidente incapacidad del aparato estatal y de sus agentes para cumplirles a las víctimas y a los reinsertados.

Los empleados oficiales, burocratizados, insensibles y proclives a las prácticas de la corrupción, convierten en problemas las sentencias de los jueces de justicia y paz, que deberían ser soluciones y alivio, y agostan las débiles esperanzas que les quedan a las víctimas.

Las soluciones mismas ordenadas por los jueces: reparaciones simbólicas, sumas de dinero, se vuelven gestos inanes cuando no están acompañadas por la actitud solidaria que aconseja la ayuda y orientación indispensables para personas en quienes el sufrimiento está enmarcado por la ignorancia y las incapacidades. La estructura y naturaleza que Colombia le ha dado a su aparato estatal incapacitan al Estado para asumir esas tareas de reconstrucción de personas devastadas por la violencia.

Las víctimas insatisfechas, los reinsertados frustrados, los antiguos combatientes desorientados, representan la otra amenaza del postconflicto.

Los países centroamericanos, en especial Salvador, Nicaragua, Guatemala y Honduras, en su postconflicto no han podido disfrutar la paz por la aparición y multiplicación de bandas criminales que no llegaron a enterrar las armas del conflicto sino que las mantuvieron engrasadas y listas para servir a propósitos claramente criminales, con habilidades y entrenamiento aprendidos durante el conflicto.

El postconflicto implica una tarea ingente y exigente sobre la conciencia de los colombianos

Los acuerdos de paz lograrán la aprobación de un orden jurídico propicio para la paz, pero no desmontarán el aparato mental con que se movilizaba el conflicto, entre otras razones porque esa tarea no les corresponde a gobernantes ni políticos, ni está dentro de las capacidades de los negociadores.

Puesto que tanto la paz como la guerra nacen en la conciencia de los hombres, el postconflicto definirá su naturaleza y alcances como era de paz en la conciencia de las personas.

El postconflicto, por tanto, implica una tarea ingente y exigente sobre las conciencias de los colombianos.

Esto aparece abrumadoramente evidente cuando se plantea la urgencia de la creación de un clima espiritual propicio para el perdón y la reconciliación.

El perdón nace y crece en el interior de cada persona. Es el milagro y la creación que cada uno, por decisión personal, debe lograr. A la destrucción y agravio de cada ofensa corresponden la reconstrucción y el don máximo y gratuito del perdón. La magnitud de este empeño, de por sí inmenso en cada persona, aparece inconmensurable si se piensa en los millones de personas ofendidas. La tarea de levantar las torres de energía destruidas o de reparar los kilómetros de oleoductos dinamitados o la reconstrucción de puentes y carreteras o el desminado en miles de veredas son tareas que parecen insignificantes frente a la gigantesca labor de renacimiento del alma nacional y de creación del ambiente propicio para el perdón y la reconciliación.

Se trata de una terapia para el espíritu, de una ambiciosa operación de sanidad de las mentes y de los espíritus en la que hombres del espíritu tendrán que comprometerse totalmente.

Es la otra cara que ofrece este año que, como el dios Jano tiene dos caras: la de lo negativo y la de lo positivo del postconflicto.