Editorial

La paz como primer mandamiento

Compartir

Lo dijo sin lugar a equívocos: matar en nombre de Dios es una blasfemia. En efecto, Dios es el Dios de la vida y de todo lo que tiene que ver con la vida.

Debió ser siempre así de claro, pero no. Como sucede ahora con el Estado Islámico, que se siente el brazo armado de Dios, así ocurrió en las cruzadas y con los inquisidores, o con esos arcángeles armados y vengadores de las guerras religiosas, y con esos evangelizadores a sangre y fuego de la conquista española, y de la violencia antiliberal en Colombia.

El deber del creyente va más allá del “No matar”. Del no blasfemar al bendecir y honrar el nombre de Dios hay una distancia que cubren los pies de los que hacen la paz. Ese es el trecho que debe reconocerse como obligatorio, por todos los que creen en aquel cuyo nombre y esencia es el amor.

No es un choque de civilizaciones lo que hoy ha estallado en el mundo con el enfrentamiento entre un Estado Islámico que se propone imponer una sola fe bajo un solo poder, y unas democracias que se alinean en las trincheras del capitalismo y de los derechos humanos. En palabras del Papa, es la vieja lucha del bien contra el mal. Para él es claro que las explosiones de París, el avión que estalla en Egipto, la muerte de decenas de personas en balaceras, las muertes de rehenes, detalladas en videos por unas cámaras frías y crueles, más que episodios de una confusa política internacional, son triunfos del mal que habita en el corazón de los hombres y que, según el lenguaje de la Escritura, impone la necesidad de vencer el mal con el bien.

San Francisco de Asís pedía, como un don, ser instrumento de la paz, como participación en la lucha por el bien, para poner amor donde haya odio, esperanza donde impere la desesperanza y comprensión donde reine la incomprensión.

Es la función del cristiano que en el mundo de hoy, en la Colombia de estos días, se ha hecho evidente. Lo tenían claro los constituyentes que incluyeron en el catálogo de los derechos humanos el de la paz (CN A. 22). Al lado de los derechos a la educación, a la salud, a la información, a la justicia, y resumiéndolos, está el derecho a la paz.

La opción por la paz, antes que asunto político o constitucional, es asunto de fe porque implica, a la vez, solidaridad efectiva con los que sufren las consecuencias de la guerra, una acción solidaria para que no se perpetúe la maldición de las armas; es una apuesta de fe en las posibilidades de los que vienen de regreso del infierno de la violencia; es, además, una profesión de esperanza en la capacidad humana para reconstruir sobre las cenizas de sus errores y fracasos pasados.

Es imposible, en cambio, ignorar estas posibilidades que abre la fe y abrazar la causa de la guerra, el talante de la intolerancia, los modos de los vengadores y justicieros que se alinean al lado de los hacedores del mal.

Donde están el odio, las exclusiones, el ánimo de venganza y de destrucción del otro, allí alienta el mal; donde física o moralmente se hallan el perdón o la reconciliación, la acogida o la compasión, allí está el bien. Así de simple y de contundente, sin lugar para las ambigüedades.

Propician las ambigüedades expresiones como la muy gastada de “la paz con justicia”, como mantra que desdibuja la paz y la reduce a un objetivo subordinado a esa rendición de cuentas que, a su vez, es un disfraz de la venganza.

Es una dañina distorsión la de la paz que se ofrece como una solución repentina de todos los males o como un hecho mágico que todo lo cambia al instante, cuando llega.

La paz que se entiende como el trabajo de todos y para todos, que comienza por la renovación de las personas y continúa con la renovación de toda la sociedad, esa es la paz que se convierte en un deber de los cristianos. Es el primer mandamiento.