Editorial

La paz como imposición de la fe

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Entre las reformas de la Iglesia que están en marcha, se menciona una reformulación de los mandamientos, con un orden de prioridades que respondería al modo de vida y al pensamiento de las gentes de nuestro tiempo.

Es significativo, por  ejemplo,  que dentro de ese proyecto se le dé la máxima importancia y primer lugar a la vida y en donde se mandaba el amor a Dios sobre todas las cosas, el nuevo decálogo diría “No matar”.

Así esta afirmación de la vida estaría seguida por la de “No mentir” y después de este vendría un mandamiento sobre los deberes con la naturaleza.

Sea un proyecto que se formula en borrador o una simple teoría audaz, esta prioridad dada a la vida interpreta una de las necesidades éticas más sentidas en nuestro tiempo atravesado por guerras o amenazas de guerra, por violencias en las que la vida humana deja de ser un fin y se transforma en un medio para otros fines; en que se renuncia a la razón y al sentido ético de la existencia, para acogerse a la fuerza como instrumento para el logro de otros objetivos y como solución para los grandes y los pequeños conflictos.

La fragilidad de la vida se acentúa cuando se minimiza el derecho de los más pequeños y de los más débiles a vivir. Aún es objeto de apasionada discusión el derecho de los no nacidos en contraposición al derecho de la mujer a su cuerpo y a una vida exenta de las molestias de la maternidad. Ese derecho a la vida de los nonatos se ha vuelto tan discutido como el de los candidatos a las prácticas de la eutanasia o de muertes asistidas. Como si se tratara de la recuperación o conquista de un derecho nuevo, el hombre pretende disputarle a Dios el señorío sobre la vida y la muerte.

Pero donde el valor de la vida aparece confundido y casi invisibilizado, es cuando se pone en marcha un proceso de paz.

Puesto que se trata de un propósito colectivo, la conciencia individual parece resignada e inoperante frente a un objetivo que se ve distante y mediatizado por el conjunto de la sociedad; y como no es perceptible una relación directa con las muertes e indignidades que produce la guerra, es fácil descargar en otros la negación del derecho a la vida que se impone en toda guerra.

Todas estas evasivas ante el deber primordial de respeto a la vida se concentran en el sofisma común que muestra la paz como un asunto político y responsabilidad consiguiente de gobernantes y políticos.

Esa es, desde luego, su primera responsabilidad y se mira como la prueba del éxito o del fracaso de una política de gobierno; es, además, el compromiso que, concluido con éxito, corona la gestión pública de un gobernante. Pero nada de esto libera de la responsabilidad de cada persona con la paz y con la vida. Si bien se dice que la paz no es solo la ausencia de guerra, hay que tener claro que la paz hace parte del compromiso de cada persona con la vida.

Lo saben muy bien, porque lo llevan escrito en su piel, las víctimas de la guerra que, en Colombia, suman millones de personas a las que la guerra les arrebató la vida de los suyos y a ellos les alteró la existencia hasta convertírsela en una diaria experiencia cruel. Lo saben los desplazados, esos colombianos a los que, como consecuencia de la guerra, viven hoy esa forma de muerte que es haberlo perdido todo y estar condenados a ser extraños dondequiera que llegan; también lo saben, y en qué forma, los padres de los reclutados por el ejército o por la guerrilla. Cuando esos padres ven partir a sus hijos ahí sí que la guerra se ve como un asunto que a todos nos concierne y como algo que, al poner en peligro vidas humanas, se vuelve un asunto de conciencia.

En circunstancias así es claro lo que debiera ser siempre evidente: antes que político, el tema de la paz es un asunto de conciencia. Se ha convertido en una frase clisé que la paz y la guerra, antes que en las mesas de negociación o en los campos de batalla, nacen en las conciencias; no surgen de improviso o como accidentes sociales porque antes han tenido un largo período de incubación en la conciencia de cada hombre.

Esa preformación de la guerra que sacrifica millones de vidas es la que lleva a concluir que la paz y la guerra son problemas de conciencia antes que asuntos políticos o de poder y que cuando están en marcha procesos de paz, son las conciencias las que deben intervenir antes que la inconciencia o los intereses de los políticos.

Aún más, si esas conciencias están ilustradas por el cristianismo, el interés máximo es el de preservar y defender la vida humana.

Así como una conciencia cristiana no puede asistir impasible al espectáculo de la guerra o a los esfuerzos para buscar la paz, porque están de por medio asuntos como la vida humana, o la dignidad de las personas, de la misma manera, superada toda indiferencia, la paz se descubre como su tarea, como su misión por encima de cualquier interés político.

Al cabo de estas reflexiones parece evidente concluir que en Colombia la paz se convirtió en un frívolo asunto político cuando debió ser, deberá ser, un asunto de conciencia cristiana.

Hay una contradicción en los términos cuando en una sociedad cristiana la paz o la guerra no se vuelven problemas de fe.