Editorial

La Iglesia samaritana en Buenaventura

Compartir

Por Buenaventura han cruzado sucesivamente guerrilleros, paramilitares y bandas criminales llevando la mala ventura.

Como amos y señores han impuesto su ley con el poder que les dan las armas y la crueldad sin barreras. Apoyados en la ausencia del Estado, han convertido al primer puerto del país en una fuente millonaria de ingresos: el 10 por ciento paga la vacuna que recogen cerca de cien hombres que hacen el papel de recaudadores del impuesto criminal. Se calculan ingresos de 6.000 millones de pesos anuales, que sirven para pagar los gastos de las operaciones de tráfico de drogas, de armas y de contrabando; negocios multimillonarios que los delincuentes defienden a sangre y fuego.

Así, la muerte entre 2010 y 2013 de 87 personas y la desaparición de 150 personas más es parte de la contribución del puerto al negocio. Investigadores de Human Rights Watch consignaron en su informe de 34 páginas, el sufrimiento de una población a la que dos empresas criminales le restringen la circulación, le reclutan los hijos, extorsionan y someten a acciones aberrantes de violencia como las casas de pique.

Así llaman en Buenaventura a los lugares en donde los criminales, con sierras y cuchillos, proceden a desmembrar a personas vivas, cuyos cadáveres en pedazos llevan más tarde en bolsas negras a una isla cercana, según atestiguan los vecinos de esas casas. Todo esto es lo que un periodista, aterrado, llamó “un infierno”.

Acosado por las quejas de la población, el Gobierno Nacional decidió actuar y llevó al puerto 400 soldados, 380 policías y 200 infantes de marina. El ministro de  Defensa presentó a la población todo este personal militar y 10 vehículos Hammer, negó la existencia de las casas de pique y anunció que concentraría ese refuerzo armado en las zonas 3, 4, 11 y 12 en donde se ha hecho más ostensible la actividad de los asesinos. “Se trata de ejercer control territorial”, explicaron las autoridades. Dos días después informaron a la población que habían capturado a 90 personas, cuyos procesos se sumarán a los 2.000 que esperan turno en la fiscalía, acumulados durante los dos últimos decenios.

Los esfuerzos del Gobierno no fueron sentidos como una respuesta: “la presencia de los militares no aleja el terror”, “la gente tiene miedo y ha perdido la confianza”, fueron dos entre los testimonios recogidos por la prensa.

La Iglesia, a su vez, tiene otra mirada sobre lo que está sucediendo en Buenaventura, en donde no se necesitan armas sino justicia. Ya lo había reclamado el obispo Gerardo Valencia en momentos en que la raíz de todos estos males fue denunciada en sus escritos y prédicas: la injusticia social, la discriminación y la exclusión de la población negra. En 2010 los obispos del Pacífico lo escribieron con su mejor letra en Tierra y Territorio, don de Dios para la vida: “queremos expresar nuestra voz en defensa de la vida, unidos a los gritos de las víctimas” (Cf. Vida Nueva, n. 20).

Y durante estos años monseñor Héctor Epalza ha sido la voz de esas víctimas. Señaló, hace unos días, como una acusación, el desplazamiento de 4.745 personas. Y agregó, para que el drama quedara completamente descrito, el desplazamiento en este trimestre de 95 familias que no pudieron soportar el terror.

Son llamados de atención que hacen parte de las denuncias sobre la situación actual hechas desde 2012. Al convocar el 19 de febrero a la manifestación “Para enterrar la violencia”, el obispo puso a marchar por las calles del puerto a 25 mil personas que llevaban un mensaje poco común: no se trataba de exigirles a las autoridades sino de tomar conciencia de la necesidad de una respuesta solidaria al reto de los criminales.

Al día siguiente de la misa celebrada en el estadio como culminación de la manifestación apareció en el mismo lugar el cadáver decapitado de un hombre. Cuando se hizo una segunda marcha, convocada por sectores ciudadanos, dos días después aparecieron dos cadáveres desmembrados.

En Buenaventura están enfrentadas la voluntad de paz de la ciudadanía y la imposición del miedo por parte de los criminales. Los gritos desgarradores de los torturados en las casas de pique son solo una parte de la operación terror que se difunde por toda la ciudad, mientras los cien recolectores de vacunas, van de negocio en negocio recibiendo el tributo del miedo.

Como lo propuso el obispo de Tumaco, monseñor Gustavo Girón, se trata de fortalecer una defensa civil, sin más armas que una voluntad de servir y de recuperar la confianza de la sociedad en su propio potencial.

Por su parte, Human Rights Watch ha sugerido medidas que una clase política corrupta ha impedido hasta ahora: investigación de la fiscalía sobre las desapariciones forzadas; investigación a la fuerza pública que mantiene connivencia con los paramilitares; protección efectiva a los familiares de las víctimas para que denuncien en libertad, y tareas humanitarias como la creación de un albergue para desplazados y entrega eficiente de ayuda humanitaria.

Todas las propuestas e investigaciones sobre los sufrimientos de los pobladores de Buenaventura coinciden: no es con armas ni con despliegues propagandísticos de los militares como se erradicará el mal que ha convertido al puerto en un infierno.

A una población que carece de servicios, que padece unos altos niveles de desempleo, agobiada por una ominosa tradición de exclusión y discriminación debe responder el Estado dando lo que en justicia debe dar. Lo había dicho sin reticencias el obispo Gerardo Valencia, lo siguen proclamando los obispos de la Costa Pacífica, lo reitera un día sí y otro también el obispo Epalza y lo sienten así las víctimas.

“Convencidos de nuestro deber de no guardar silencio ante las injusticias invitamos a todos en nuestra Iglesia en el Pacífico a encarar todas las causas de los atropellos y sus responsables… El logro de una paz y de una justicia sólida y durable, exige grandes esfuerzos de toda la población y por lo mismo la participación de las comunidades y organizaciones afectadas” (Oyendo los gritos de las víctimas, Carta Pastoral).