Editorial

El sermón de Auschwitz

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El más elocuente discurso del papa Francisco en Polonia fue esa visita silenciosa al campo de concentración de Auschwitz.

La cámara lo ve solo, entrando a pie por el camino por donde millón y medio de judíos entró para no salir. Hay un silencio conmovido en esa imagen: va solo, sin séquito a la vista, sin cuerpo de seguridad, frágil e indefenso como debieron entrar los prisioneros hace 70 años. Francisco es ahora ese millón y medio de condenados a muerte.

Al cruzar el pórtico de entrada debió leer, escrita en alemán, la paráfrasis obscena: “el trabajo os hará libres”. Hace diez años Benedicto XVI hizo esta misma peregrinación, con la incomodidad de su condición de alemán. Como Ratzinger, Bergoglio debió preguntarse: ¿Dónde estaba Dios en esos días? En este desierto de amor, donde solo apuntaban los cardos del odio, Dios estaba ausente. ¿Dónde estaba su poder? Sólo estaba presente el poder destructor y asesino del odio. Allá adelante se veían, ominosas, las chimeneas de las cámaras de gas.

Como un peregrino fatigado, Francisco llega a la Plaza de la Espera; la llaman así porque era el lugar donde los prisioneros, recién llegados, esperaban las decisiones sobre su vida: ¿vivirían o morirían? Merecerían vivir si eran útiles, morirían, si viejos, enfermos o inútiles, no podrían producir.

Sentado en un banquito Francisco se sumerge, como en un pozo, en un silencio que se esparce a su alrededor como un perfume.

La presencia sobrecogedora de ese millón y medio de muertos, esa inmersión en el misterio del mal, que aquí hace parte del aire que se respira, parecen ocupar este espacio de oración que el Papa ha creado en este rincón del viejo campo de concentración.

A su lado, van y vienen en silencio, como sombras, los del cuerpo de seguridad y su comitiva.

Ahora aparece el pequeño carro de golf en el que apenas si caben el conductor y el Papa. Va lento, al mismo paso de los guardianes que lo siguen. Se dirigen hacia el bloque 11, el lugar en el que Dios se refugió en aquellos días abominables. Aquí está la celda del hambre, así se conoce la prisión del sacerdote Maximiliano Kolbe. En las paredes de piedra se ven, como arañazos, algunos signos; hay una cruz que fue trazada con las uñas o con alguna piedra. La televisión, ávida de imágenes, los registra como única señal de vida en medio de la oscuridad. Francisco apenas si se detiene a mirar; va en busca del alma del autor de esos signos y, sentado en medio de la lóbrega habitación, se sumerge en la oración.

Para desespero de los camarógrafos, en medio de la oscuridad apenas si se percibe el leve resplandor de la sotana blanca. Pero debió iluminarse, en cambio, el alma de Francisco al comprobar que Dios sí estaba ahí, en ese hombre que, al saber que un condenado a muerte era padre de familia, se ofreció a ocupar su lugar en la cámara de gas. Era la forma de la presencia de Dios que sigue siendo la misma de hoy. Recordaría al padre Jacques Hamel degollado en su iglesia de Saint Etienne, como una luz encendida en lo alto de la montaña que, sin ruido, atestigua que Dios vive. Francisco lo ha dicho: la respuesta al odio asesino no puede ser otra que el amor a los enemigos. Responder así es el gran desafío para el cristiano de hoy.

Lo esperaban doce sobrevivientes, doce testigos, “algo sagrado”, “santos”, “mártires”. Los besó, intercambió palabras con ellos, uno le entregó sus recuerdos convertidos en fotos. Debió sentir que eran mártires de nuestro tiempo, aunque también convocaban la vergüenza: ¿cómo pudo suceder esto?

Al firmar el libro de visitantes las frases fluyeron: el suyo era un grito silencioso inspirado por la presencia de las víctimas del odio, los de ayer y los de hoy; ante esta abominable tragedia, de lo profundo de su corazón salió el grito: que nunca más vuelva a suceder esto bajo el cielo.

Después se fue en busca de la memoria de las víctimas en otro campo: Birkenau.

Allí terminó su mejor discurso en Polonia.