Después de las guerra vienen las tareas de reconstrucción sobre ruinas humeantes, en paisajes de destrucción, entre el coro indignado y suplicante de las víctimas. Son tareas que deben alcanzar tal profundidad que equivalen a comenzar de cero, algo así como un nuevo nacimiento.
Más de 50 años de guerra nos ha dejado esa tarea en Colombia: nacer de nuevo.
Después de los acuerdos de paz Colombia encara la necesidad de una refundación, de un nuevo comienzo.
Son expresiones que suenan retóricamente exageradas, pero un examen cuidadoso de las huellas que dejó medio siglo de guerra confirman esa percepción: las crueldades de esos años no solo hicieron abominables destrozos físicos, deformaron además el alma de los colombianos con el impacto de 25.007 desapariciones, 1.754 víctimas de violencia sexual, 6.421 niños reclutados, 6 millones de desplazados, 27.023 secuestros y 10.189 víctimas de minas. Al aportar estas cifras, el Centro de Memoria Histórica señala que entre 1985 y 2012 cada hora fueron desplazados 26 colombianos y cada 12 horas hubo un secuestro.
Tratar las huellas dejadas por esos crímenes será un primer frente de trabajo en el postconflicto. No se descarta, desde luego, la ayuda de los profesionales en salud mental, pero es indudable que el aporte mayor lo dará ese nuevo clima creado por los colombianos que se sienten responsables de todo lo que representa una sociedad en paz.
La paz es la armonía que resulta de la aplicación, a la vez, de la justicia, del respeto y de la solidaridad; es un fruto de la actitud colectiva que, guiada por maestros del espíritu, llega a altos niveles de convivencia.
Esto quiere decir que el postconflicto provocará una movilización intensa en las escuelas, colegios, universidades, hogares, iglesias y medios de comunicación. Dondequiera que haya alguien capaz de llegar a la conciencia de otras personas deberá iniciarse una actividad de ayuda para promover una actitud nueva.
Las tareas del posconflicto equivalen a un nuevo nacimiento, que deberá ser un renacimiento nacional
Será la puesta en marcha del programa propuesto en su oración por la paz, por san Francisco de Asís. Convertido en instrumento de paz, cada uno deberá poner amor donde haya odio, perdón donde haya ofensas, unión donde haya división, fe donde haya dudas, verdad si hay error, alegría donde haya desesperación y luz donde haya oscuridad.
Deberá ser una colectiva operación destinada a estimular el perdón y la reconciliación. Es cierto: la revelación y construcción de un futuro distinto para el país tendrá que estar animada, no por intereses de partido o de política, sino por razones apostólicas, por espíritu de colaboración ciudadana, por solidaridad o por ánimo patriótico; en cualquier caso será un asunto de vida o muerte para la comunidad nacional.
El dilema será claro: o se consolida una sociedad nueva, guiada por las pautas del perdón y la reconciliación, o se continuará la guerra bajo otras apariencias. Son las dos posibilidades que se abren después de los acuerdos que son, al fin y al cabo, instrumentos políticos que se escriben en el agua de un estado de ánimo cambiante y efímero, o en la piedra de lo que aspira a ser definitivo e historia nueva.
Nadie quiere, desde luego, la continuación de la guerra; pero la guerra no termina en las mesas de negociaciones sino en la conciencia de cada persona; este es el sitio en donde comienza la paz, como resultado de un proceso largo de conversión de las personas.
Conversión es una palabra grave, que en este caso indica el abandono de una manera de ser y de vivir, por otro talante. Lo de la paz será una retórica vacía, palabra sin contenido, a menos que los acuerdos vayan seguidos por una voluntad general de cambiar el odio por la compasión, la intolerancia por la tolerancia, el ánimo de venganza por la reconciliación. Sólo así el futuro estará asegurado y la paz será un bien para todos.