Las misas de un condenado a muerte


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Por extraño que parezca este hombre celebraba la misa entre la agitación, la brutalidad y el odio de sus guardianes. Unas veces entre la oscuridad y el ambiente sucio de una mina de carbón, con el rostro y las manos tiznadas; otras veces entre los olores nauseabundos de una planta de aguas residuales.

No era una misa como la que celebraba en la Navidad de 1963, cuando soldados al servicio del presidente Enver Hoxha lo apresaron “para colgarlo como enemigo que había dicho que todos moriremos por Cristo si es necesario”. El régimen comunista, que ya lo tenía entre ojos, consideró su homilía de navidad como un desafío, a la vez que como una incitación. A la captura siguió la sentencia de muerte.

Una represión parecida sufrían los musulmanes. El papa Francisco ha llamado la atención sobre esta anacrónica campaña antirreligiosa que ocurre en nuestro tiempo. Fue una persecución vigorosa en los años 60 y se ha intensificado durante este siglo en África y en los países asiáticos.

Ahora el padre Ernest Simoni es un anciano de 86 años al que la prisión de 28 años y la amenaza permanente de morir ante un pelotón de fusilamiento parecen haber revitalizado. Lo veo en esa fotografía de prensa con su cabeza nevada, la piel del rostro apenas si alterada por las arrugas, las espesas cejas canas que le dan sombra a unos ojos vivos, la nariz gruesa y los labios delgados, y pienso que debe recordar con alegría sus misas de prisionero.

Para la celebración eucarística se necesita el pan que él hacía con la harina que furtivamente reunía y luego amasaba para cocerla con la lámpara de petróleo. Otras veces reunía ramas secas y encendía su pequeña hoguera donde cocinaba el pan para su peculiar eucaristía. Era más sencillo el procedimiento para obtener el vino: o se lo llevaban los familiares o amigos que lo visitaban, o le traían uvas que él exprimía hasta obtener la cantidad suficiente de vino para la consagración. No había más ornamentos que las sudadas y malolientes ropas de trabajador forzado, mientras su buena memoria le permitía reconstruir las fórmulas rituales en latín, que recitaba lenta y morosamente en su rincón de prisionero, como si con ellas abriera rejas, puertas y cadenas para disfrutar la libertad. Debieron ser aquellas misas tan elementales y desnudas como la primera, en aquel jueves santo, en vísperas de la crucifixión.

“Se había convertido en el oído misericordioso para la mayoría”

A Ernest no le llegó la hora de la crucifixión porque cuando creía que moriría de viejo o de enfermedad en la prisión, a pesar de la condena de muerte que pesaba sobre él, cayó el régimen comunista en 1991 y pudo volver a una parroquia en las montañas albanesas, para continuar, ahora en libertad, las tareas pastorales que en la prisión había adelantado en secreto. En efecto, había oído en confesión y había absuelto a sus compañeros de prisión, les había llevado la comunión a los enfermos y a los que no lo podían acompañar en sus misas secretas, se había convertido en el oído misericordioso para la mayoría, y como él mismo lo recordaría: “alejé el odio y el diablo del corazón de muchos de aquellos hombres”.

A su vez, este sacerdote asociará en lo que reste de vida la recitación del salmo, El Señor es mi pastor, a los momentos más luminosos y cálidos de su larga prisión.

Cuando en 2014, en su visita a Tirana, el Papa le oyó contar los detalles de esta historia no pudo ni quiso disimular sus lágrimas: “Oír a un mártir contar su propio martirio es algo fuerte”, comentó, antes de estrecharlo en un conmovido y conmovedor abrazo. Ahora acaba de hacer cardenal al viejo sacerdote, y al imponerle la púrpura lo hará a sabiendas de que sobre los hombros del padre Ernest esas sedas no tendrán ningún significado principesco; destellarán, en cambio con el rojo sangre del martirio. Para el Papa el padre Ernest es un mártir que permanece vivo y sin derramar su sangre; su fidelidad a Cristo y a la Iglesia se convierten en el más convincente testimonio de lo que puede llegar a ser y a hacer la fe en un condenado a muerte.