Infiernos a la carta


Compartir

Dante mandó al infierno a quien quiso. Creó círculos infernales para los indiferentes, los no bautizados, los lujuriosos, los glotones, los avaros, los iracundos, los herejes y los violentos.

Es probable que el poeta haya disfrutado del poder de abrir y cerrar las puertas del infierno; lo cierto es que sus tercetos quedaron en la memoria de incontables personas y en los estantes de numerosas bibliotecas desde donde difunde esa terrorífica imagen del Dios creador y curador de infiernos. Si hubo protestas contra Dante, no conmovieron la historia, quizás porque la subdesarrollada teología de la época carecía de razones para hacerlo.

La misma impunidad rodeó a los frailes catequistas que acompañaron a Colón en su misión de cristianar a los desnudos nativos del nuevo continente. Cristianar era sembrar miedo a un Dios juez que, como un sádico profesional, tenía preparados imaginativos tormentos y llamas encendidas para los pecadores. Como administradores de infiernos, estos catequistas pretendían agrietar la pesada costra de una vieja cultura, a golpes de terror.

Con obstinación de maleza, pervive el gozo de decretarles condenación a los contrarios

Tuvieron mucho que ver con esa visión del mundo y de lo religioso los canonistas y teólogos que inventaron cementerios separados para suicidas, judíos, ateos y paganos. Según ellos el destino eterno de estas personas nada tenía que ver con la paz celestial de los que dormían su último sueño en tierra bendecida.

Estas discriminaciones tienen que ver con la imagen de Dios: o el Dios iracundo y vengador que ha convertido el universo en una gran sala de juicios; o el Dios que reveló su rostro en Cristo Jesús. También pueden ser el resultado de una inclinación común entre los humanos: la de juzgar a los demás como forma elemental de poder. El mandato de “no juzguéis y no seréis juzgados” tiene en cuenta esa primitiva condición de sentirse y de actuar como jueces de los demás.

Pero no se crea que estos son comportamientos de primitivos. No han valido para corregirlos ni los siglos de cristianismo, ni conquistas como la declaración de los derechos humanos, ni los avances de la conciencia ciudadana, ni la alfabetización, ni la cultura digital. A pesar de eso sobrevive, con obstinación de maleza, el gozo de decretarles infierno a los contrarios en política, en religión o a los que se percibe como otros.

El caso más reciente ocurrió alrededor de la muerte de Fidel Castro que según una política, con más odios que conocimientos catequísticos, dio lugar a una fiesta en el infierno, para la llegada del cubano. Parecida, aunque de menos significación, fue la preocupación: ¿murió Castro como creyente? Asunto personal en el que nadie debería intervenir. En los tiempos de la auto-referencialidad la pregunta equivale a ¿murió dentro de la nómina de nuestro club? Los de hoy son tiempos en que lo institucional vale más que lo esencial.

Cuando murió Gabriel García Márquez las almas cándidas se preguntaron lo mismo y otras, más perversas que cándidas, le decretaron un infierno de más de cien años. Sería algo intrascendente como lo del loquito que se cree Napoleón, y otra de las pequeñeces de los políticos de hoy, si no generara angustias como la de aquella buena mujer cargada con el terror de que su padre, suicida, pudiera estar en el infierno.

Fue necesario leer con ella el evangelio en busca de las palabras de Jesús sobre Dios Padre, no juez, recuperarle la imagen de Dios; encontrar su rostro de Padre, verlo celebrar la fiesta del regreso del hijo calavera, asistir a la alegría desbordante de la mujer que encontró una moneda que daba por definitivamente desaparecida, seguirle los pasos al pastor que regresa triunfal con la oveja perdida y concluir: ¿crees que un Dios así tiene tiempo o corazón para ocuparse de un infierno como el que arde en tu imaginación? Es el problema de imaginar a Dios con nuestra medida.

El asunto no es la mezquindad de los creadores y administradores de infiernos, sino la desaparición progresiva del verdadero rostro de Dios Padre.