Un grito se alza como un estremecedor lamento dentro del clamor de una sociedad que grita demasiado y escucha demasiado poco. Y sin embargo, en medio del mundo de hoy, en el quicio de tanto estrépito de ruidos ideológicos, del griterío hueco que no dialoga sino impone, el grito de Jesús en la cruz. “¿Porqué me has abandonado?” nos confronta con un solo grito verdadero, uno que no nace de la arrogancia ni del ansia de imponer, sino de la hondura más absoluta del alma.
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En un tiempo como el nuestro, saturado de palabras, pero escaso de significado; colmado de voces, pero famélico de escucha, este grito emerge como una llama vertical que rasga el cielo y lo quiebra.
¿Qué sentido tiene un solo grito entre tantos? Justamente ése: es el único que nace del silencio verdadero, de la soledad auténtica, de la desnudez del alma sin máscaras ni discursos.
Jesús, en el último tramo del suplicio, cuando ya no hay cuerpo que pueda doler más, no lanza una frase para los libros ni para las doctrinas. Grita. Y su grito no busca convencer, ni discutir, ni vencer en la arena del pensamiento: sólo busca ser oído. No entre los doctores de la ley, ni entre los soldados que sorteaban su túnica, sino por aquel a quien llamaba: el Padre.
Y sin embargo, ese grito es también nuestro espejo más hondo. En una cultura que cree haber matado a Dios, o al menos haberlo silenciado, ese “¿por qué me has abandonado?” resuena con más vigencia que nunca. Es el grito de quien ama y no siente respuesta, de quien espera sentido y solo recibe vacío, de quien cree, pero no encuentra.
Ese grito —“Eli, Eli, lama sabactani”— no es ruido: es el eco final del alma que ya no se defiende, que ya no razona, que ya no tiene más palabras que un grito. Es la semilla de toda plegaria sincera, de todo poema desesperado, de todo arte nacido de la herida y no del cálculo. En él, el Verbo hecho carne se deshace en sonido puro, desgarrado, sin ropaje teológico, sin retórica, solo humanidad absoluta.
Palabra legítima
Hoy, que todos parecen hablar y nadie quiere escuchar, ese grito se convierte en la última palabra legítima. Porque no busca imponerse, sino revelarse. Porque no exige razones, sino se ofrece como verdad desnuda. Porque no es político ni religioso, sino humano, “excesivamente” humano.
Y así, entre tantas palabras ideológicas, entre tantos “argumentos” que se niegan a escuchar al otro, este grito no pide ser respondido: pide ser compartido. Es el eco de toda soledad. Y en su misma desesperación, hay una esperanza: la de que al menos uno, uno solo, escuche.
Ese es el milagro: que en un mundo saturado de gritos sin alma, (véase nuestro vergonzoso hemiciclo) haya uno que, precisamente por venir del abismo, nos llame al corazón.
No vino con estruendo de ejércitos ni con la arrogancia de las consignas. No se impuso en debates, no se sostuvo en pancartas. Fue un grito al cielo, un grito al abismo, un grito a Dios… y el cielo no respondió.
—“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
¿Puede Dios sentirse abandonado de Dios? ¿Puede el Amor mismo saberse huérfano? ¿Puede el Inocente conocer la noche interior que nadie más ha pisado? Sí. Y ese grito es la prueba.
Fue al final, cuando la soledad pesaba más que los clavos, cuando ya no quedaban testigos, cuando el mundo se había cerrado como un puño sobre su alma, fue entonces cuando gritó.
Gritó porque ya no cabía dentro de sí. Porque el dolor físico se había transformado en algo más: la conciencia del abandono. Y ese abandono no era sólo suyo. Era el nuestro. Jesús gritó no sólo lo que Él sentía, sino lo que sentimos todos alguna vez, cuando parece que no nos escucha ni Dios, ni el mundo, ni el corazón más próximo. Cuando ni siquiera la propia fe responde.
Fue un grito puro. No buscaba convencer, ni ganar argumentos. No era ideología. No era religión. Era un hombre, clavado, solo, gritando al cielo vacío. Y en esa desnudez absoluta, en ese abismo sin eco, se nos reveló el rostro más verdadero de Dios.
Dios no es el que evita el dolor, sino el que lo habita.
No es el que impone su fuerza, sino el que conoce el temblor del alma humana hasta el fondo. En ese grito no hubo doctrina, pero hubo verdad. No hubo teología, pero hubo salvación.
Porque si Dios puede gritar, yo también puedo. Si Él no fue escuchado, también mi silencio tiene sentido. Y si en su grito cabía el universo entero, entonces quizá… quizá el amor es eso: quedarse, incluso cuando todo parece haberse ido.
Hoy, en medio de tantos ruidos vacíos, de tantos gritos sin alma, yo elijo ese único grito verdadero. Lo guardo. Lo beso. Y me uno a él.
No para entenderlo.
Sino para no estar solo al gritar.