Dos sacerdotes presos


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Tengo delante de mí las dos fotografías: la de monseñor Nunzio Scarano con su sotana decorada por los visos y los botones morados que, junto con la ancha y vistosa banda que le ciñe la cintura, se destacan sobre el negro de la bien hormada túnica y el blanco del rígido cuello que sobresale debajo de la bien afeitada barbilla.

Sostiene un micrófono con las dos manos, nada rígidas, sino distensionadas y familiarizadas con las apariciones en público. Habla, al parecer, ante un auditorio que recibe sus palabras, atento y respetuoso.

La del padre Óscar Albeiro Ortíz es una foto de periodista que lo muestra con un gesto que parece sonrisa pero que, si se observa bien, es la de alguien confuso y molesto. Lleva una camisa de mangas cortas, de color verde, lo suficientemente amplia para cubrir sin apreturas su gordura de hombre más que cuarentón. El cinturón en un pantalón azul oscuro, arrugado y ordinario, acentúa el vientre prominente. Lleva las manos al frente, como en actitud de ofrenda, pero es evidente que las lleva esposadas. Lo rodean tres hombres con gorras y uniforme del CTI. Dos de ellos, fuertemente armados porque, al parecer, acaban de detenerlo en la parroquia de El Limonar, en la Virginia, un puerto fluvial sobre el río Cauca.

Tanto el monseñor italiano como el padre Ortiz están presos y sobre ellos informan sus prontuarios. A monseñor Nunzio lo aprisionaron por lavado de dinero: como si fueran donaciones piadosas, recibía dinero de mafiosos y lo consignaba en las cuentas del Instituto de Obras Religiosas (IOR). Intentaba introducir 20 millones de euros desde Suiza hacia Italia, cuando fueron descubiertas sus ilegales transacciones financieras. También se hizo pública, entonces, su relación homosexual con el sacerdote cómplice en sus operaciones ilegales.

Al padre Ortiz lo detuvieron acusado de concierto para delinquir, como cabecilla de una banda criminal: “los desmovilizados del Limonar” a la que acusan las autoridades de torturas, desplazamientos forzados, extorsiones y amenazas contra pobladores, señalados como ateos, satánicos, que no colaboraban con el padre. Esta sería su segunda captura puesto que ya había sido declarado inocente pero, apelada esa decisión por la procuraduría y la fiscalía, fue condenado a 19 años de prisión.

Son hechos susceptibles de distintas lecturas. Al monseñor italiano lo presentaron reporteros y columnistas de prensa como prueba viva de la corrupción que ha cundido en las altas esferas de la curia romana; esta acusación se acentuó cuando el papa Benedicto XVI tomó las primeras medidas de saneamiento en el IOR. Esa operación de limpieza la continuó el papa Francisco quien manifestó que la continuaría rigurosa y precisa.

La lectura de este hecho ha tenido tonalidades diversas: desde el tono indignado de los que ven en estos hechos un argumento contra la Iglesia; hasta el tono adolorido de quienes lamentan ese atentado contra la Iglesia que quisieran ver sin mancha ni arruga.

Los feligreses de El Limonar se sorprendieron: “él es un líder servicial”; “era gente buena que apaciguaba los combos”; “su pecado fue meterse en la política”; “estamos orando por él”. También fueron vecinos suyos los que señalaron: “el hombre tuvo que hacer algo, porque se escondió”; “se metió en lo que no era suyo”.

Los dos casos, como pruebas de laboratorio muestran que como estos eclesiásticos, la Iglesia avanza por entre la historia sorteando obstáculos. Nunca ha sido llano el camino que recorre, ni su marcha ha sido triunfal, ni fácil. La Iglesia testimonia el reino de Dios, pero contra corriente.

Los adoradores del dinero forman una corriente tormentosa, capaz de arrastrar principios y tradiciones. El no llevar sino una túnica, del Evangelio, en el mundo de hoy suena anacrónico y poco práctico. Cuantos han planteado por estos días que es innecesario y escandaloso un banco en el Vaticano y que es hora de dejar a un lado esa impedimenta antitestimonial, suelen encontrar la respuesta que se apoya en el buen sentido: “¿y cómo hará el Papa para ayudar a los desamparados del mundo?”.

Independizarse del rigor impuesto por el dinero parece una negación del sentido común. Es el mismo pensamiento que se impone cuando se leen las bienaventuranzas, ese desafío reiterado al sentido común.

También se puede leer desde esta perspectiva la detención del padre Ortiz. El vecino que lamentó su participación en política, dio una pista. Ese empequeñecimiento de alma que traen las luchas partidistas no se le admite a un sacerdote, que solo puede trabajar con un alma grande y universal. Más grave aún, si al espíritu de secta agrega la violencia. Ese uso de la fuerza para imponer una creencia es una confesión de fracaso y de debilidad, que fue la equivocación de los curas guerrilleros. Y es la repetición del error histórico de las cruzadas, las guerras religiosas y la inquisición.

Allá los jueces determinarán la culpa o la inocencia de estos sacerdotes; lo cierto es que han dejado ver la debilidad abominable del culto al dinero y de la idolatría del poder que contrastan con la fuerza serena con que el amor de Dios se muestra en el Evangelio.