Una palabra que levante del pecado

(Juan Rubio– Director de Vida Nueva)

“Toda palabra dicha, despierta una idea contraria”, manifestó Goethe. Las palabras pueden hundir en la tristeza o elevar el alma a la más alta alegría. Cuando la palabra es delegada, debe ser prudente. Jugamos demasiado con las palabras, abusando de ellas, atemorizando, hiriendo, arrastrando al lodo con sonrisa sardónica. Palabras que, aún siendo legítimas, desnudan su contenido por la forma en que se expresan. Jesús, ante “la situación objetiva de pecado” de aquella mujer adúltera, calló, garabateó en el suelo, miró con amor y ofreció un camino hermoso y digno. Nunca el Evangelio fue palabra de condena, sino de misericordia. Ahora que el Adviento destila el hálito de la esperanza, el corazón se hace nido para esa Palabra que es bálsamo y caricia. La palabra crea y recrea. A quienes trabajamos con las palabras, se nos hace cuesta arriba acertar para expresar la más adecuada, la menos hiriente, sin desdoro de la verdad. La palabra te domina cuando la sueltas. Mientras la retienes, tú la dominas a ella. Cuando esa Palabra se vierte en palabras que atemorizan y dañan la intimidad de las personas, conviene revisarlas, pensarlas, estudiarlas y, quizá, nunca pronunciarlas. El que habla largamente, quitando la palabra a los demás, excita la oposición de los oyentes. Y hay veces que la palabra arde en el interior, empuja, azuzada por la verdad, pero se sostiene en los labios domeñando su forma. Cuando las palabras salen impresas o se pronuncian en ámbitos eclesiásticos producen escalofrío y devienen en el efecto contrario. Medir las palabras es también servir a la verdad.

Publicado en el nº 2.686 de Vida Nueva (del 5 al 11 de diciembre de 2009).

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