Un año

JAIME SEPTIÉN | Periodista mexicano

“Cada mañana, a 300 metros uno del otro, estos dos jóvenes ancianos redimen la esperanza. El rayo era el Espíritu Santo…”

La noche del 11 de febrero de 2013, Alessandro di Meo hizo una fotografía que dio la vuelta al mundo. Cuando pasaba por la Plaza de San Pedro, bajo la lluvia, captó el momento en que un rayo se abatía sobre la cúpula de la basílica. El papa Benedicto XVI había renunciado esa mañana.

Muchos consideraron este rayo como una señal divina de advertencia o de terror, reflejo de la ira de Dios. Unos más, como un castigo a la Iglesia católica, que “había encubierto sacerdotes pederastas con Benedicto XVI al frente” (hoy sabemos que, nada más en dos años, destituyó a 400 sacerdotes acusados de este crimen).

Las interpretaciones suelen ser estrambóticas en los chats. Casi todas se equivocaron. Pocas leyeron el acontecimiento como lo que era, y quizá lo que era el rayo también: una bocanada de aire fresco que penetraba en la Iglesia para despercudir la mugre que se había acumulado desde los sótanos hasta sus más altas esferas y que amenazaba con dejar entrar al demonio, ya no por las rendijas, sino por los amplios ventanales del centro neurálgico de la cristiandad.

Un año ha pasado. Todas las previsiones catastrofistas que se reunieron aquel día han caído a tierra. Tenemos un Papa orante y un Papa actuante. Que se estiman, que se aconsejan. Que sonríen. Uno, Benedicto XVI, ofrece su oración por la Iglesia; el otro, Francisco, es un huracán de reformas que no para.

Cada mañana, a 300 metros uno del otro, estos dos jóvenes ancianos redimen la esperanza. El rayo era el Espíritu Santo.

En el nº 2.882 de Vida Nueva.

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