San Juan de Ávila, doctor de la Iglesia

San Juan de Ávila, pintura

OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDEDAL, teólogo | [San Juan de Ávila, doctor de la Iglesia – Extracto]

1. El cristianismo se funda sobre la doble misión que el Padre hace de sí mismo a los hombres: el Logos, su Hijo, y el Pneuma, su Santo Espíritu. El cristianismo es, por tanto, religión del logos, del sentido, de la razón, de la verdad. La vida eterna consiste en el conocimiento (Juan 17, 32). San Mateo dirá que “quien oye la palabra y no la entiende viene el maligno y se la arrebata… mientras que lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende y da fruto, uno ciento, otro sesenta, otro treinta” (13, 18-23).

La fe presupone conocimiento y engendra conocimiento. Los apóstoles anuncian a Jesucristo como don de Dios para la vida del mundo; los doctores muestran su verdad, valor y sentido. En la enumeración de los carismas, san Pablo pone a los “doctores” al lado de los apóstoles, pastores y profetas (1Cor 12, 28-29). Se cree no por real gana, sino por real razón.

2. En la historia de la Iglesia ha habido personalidades a las que la comunidad reconoció como exponentes auténticos de su fe e intérpretes fieles del Evangelio. A algunos de estos, en los siglos que podríamos llamar constituyentes hasta finales del siglo IV, los llamó “Padres de la Iglesia”. Tales son las grandes figuras de Oriente (san Atanasio, san Basilio, san Juan Crisóstomo, san Gregorio Nacianceno…) y de Occidente (san Ambrosio, san Agustín, san Jerónimo, san Gregorio…).

En siglos posteriores, a algunas figuras se las consideró “doctores de la Iglesia” por su autoridad en la exposición de la fe y su defensa ante la herejía. Uno de los primeros en ser reconocido tal fue santo Tomás de Aquino. El papa Benedicto XIV (1791) estableció los criterios para este reconocimiento: deben acreditar santidad de vida, fe ortodoxa y doctrina eminente.

Hoy son 35 los reconocidos como tales. Entre ellos, cuatro mujeres: santa Teresa de Jesús y santa Catalina de Siena, declaradas por Pablo VI (1970); santa Teresa de Lisieux, por Juan Pablo II (1997), y lo será Hildegarda de Bingen por Benedicto XVI. En España tenemos a san Isidoro de Sevilla (1722) y a san Juan de la Cruz (1926).

No todos los doctores tienen el mismo perfil: unos han sobresalido como maestros en la interpretación bíblica (v.g. Beda el Venerable…), otros en la elaboración sistemática (san Juan Damasceno, san Buenaventura, santo Tomás…), otros en la predicación (san Antonio de Padua, san Pedro Canisio…), otros en la defensa de la fe frente a las herejías o escisiones internas de la propia Iglesia (san Hilario de Poitiers, san Roberto Belarmino…), otros en la elaboración de la moral derivada del evangelio (san Alfonso María de Ligorio…), otros en la propuesta de caminos de santidad y guías del espíritu (san Francisco de Sales, santa Teresa de Jesús, san Juan de la Cruz…).

Magisterio de la predicación,
de la confesión, de la dirección de almas,
del discernimiento de espíritus.
Todo en aquel momento de
eclosión espiritual de España
en el que a veces se unía lo más sublime
con lo más abyecto.

3. En la historia del espíritu y en la historia del Espíritu Santo hay decenios que son cumbres creadoras. Entre 1490 y 1500 nacen en España gigantes: san Ignacio de Loyola, san Juan de Dios y san Juan de Ávila, Francisco de Vitoria. Decenio de una fecunda sementera humanista, reformadora y evangelizadora con Cisneros, Alcalá, la Políglota, Erasmo traducido al español, el descubrimiento de América…

Nuestro autor es fruto de las dos mejores universidades: Salamanca y Alcalá. A partir de sus años de Granada fue llamado siempre el Maestro Ávila. El suyo no fue solo ni sobre todo un magisterio académico aunque fundó tres colegios mayores, once menores y el de Alcalá. Uno de ellos, Baeza, elevado a Universidad en 1538.

Magisterio de la predicación, de la confesión, de la dirección de almas, del discernimiento de espíritus. Todo en aquel momento de eclosión espiritual de España en el que a veces se unía lo más sublime con lo más abyecto. Fue el consejero de los grandes santos de aquel momento y, de él, esperó santa Teresa el juicio sobre el manuscrito de su Vida. Léase la carta magistral de evaluación y discernimiento con que se lo devuelve (Obras BAC V (1970) 573-576).

Su magisterio escrito se sitúa en cuatro campos: tratados espirituales como el Audi filia, sermones, cartas y escritos de reforma. Magisterio como hombre de espíritu, predicador del Evangelio, reformador de la Iglesia y creador de instituciones de formación sacerdotal. Estaba convencido de que sin santidad y ciencia, caridad pastoral y celo apostólico no hay capacidad evangelizadora. De ahí su preocupación por los seminarios con anterioridad al Concilio de Trento.

“Si la Iglesia quiere buenos ministros, ha de proveer que haya educación de ellos, porque esperarlos de otra manera es gran necedad”, nos dijo. Tarea especialmente grave hoy, cuando justamente la menor cantidad nos obliga a cuidar la mejor calidad. Cinco siglos antes de que H. Urs von Balthasar contrapusiera una teología genuflectente a una teología sedente, él decía de los seminaristas y teólogos: “Más quería ver a los estudiantes con callos en las rodillas de orar que los ojos malos de estudiar”.

Su influencia trascendió nuestras fronteras. En el siglo XVI francés fue una autoridad. De ello dan testimonio dos figuras cumbres de la espiritualidad: el cardenal Berulle y san Francisco de Sales, entre otros. En nuestro siglo, grandes historiadores como Hubert Jedin le han reconocido el título de reformador de la Iglesia a la luz de sus Memoriales al Concilio de Trento y de su acción como confesor y predicador.

En el nº 2.817 de Vida Nueva.

 

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