Presunción de fidelidad

(Carlos Amigo Vallejo– Cardenal arzobispo emérito de Sevilla)


“La fidelidad quiere asentarse en ese cimiento sólido y fuerte que pusieron, a partes proporcionadas, el amor y la justicia. Porque, si de responsabilidad se trata, solamente puede tener dimensión elevada y completa ese manto de la fidelidad si se ajusta a derecho y se reviste de vida interior”

Fieles, lo que se dice fieles, solamente los difuntos. De esta manera, tan categórica como llena de ironía y no poca sospecha acerca del número de quienes eran leales a sus compromisos éticos, hablaba uno de mis buenos amigos. Por otra parte, un hombre cabal y cristiano sincero, con bastante sentido del humor y al que repugnaban los chaqueteros y las componendas.

Benedicto XVI
, en su apoteósica visita a Portugal, no ha dudó en decir que una de las preocupaciones más serias en estos momentos es la de la fidelidad. Se refería particularmente a las personas consagradas y a servidores inmediatos del altar. Pero esto también ha de ser santo y seña de cualquier individuo que se precie de ser persona responsable.

La fidelidad quiere asentarse en ese cimiento sólido y fuerte que pusieron, a partes proporcionadas, el amor y la justicia. Porque, si de responsabilidad se trata, solamente puede tener dimensión elevada y completa ese manto de la fidelidad si se ajusta a derecho y se reviste de vida interior, que arropa y cuida los sentimientos más nobles y la entrega incondicionalmente generosa que aporta el amor.

Limitar la fidelidad al contrato, a los pactos, consenso y hasta a la misma alianza, es bueno como pedagogía para explicar, pero insuficiente para comprender y hacer vida lo que va más allá de un comportamiento leal, para convertirse en señal imprescindible de la propia identidad.

Hay una fidelidad legal, que es cumplimiento de normas propuestas y asumidas por la comunidad a la que se pertenece por origen y ciudadanía. Es el respeto a la ley. Aunque sea a regañadientes, y más para evitar la multa y la condena que por un serio convencimiento personal.

Viene después la vinculación recíproca a los intereses y deseos de quienes están decididos a compartir vida y amor en el matrimonio. Aquí aparecen el desposorio y la alianza y, si el matrimonio se celebra en cristiano, una gracia especial del Espíritu de Dios que hace que esas dos personas, varón y mujer, sean una realidad única y nueva. El amor de Dios en ellos les hace imagen de la Santa Trinidad: una sola realidad en el amor, aunque las personas sean distintas.

Después de esta graduación y subida, aquello que fuera nada más que legal, al misterio hondo y por demás grato del amor cristiano, venimos a concluir que la fidelidad no es lo impuesto y de obligado cumplimiento, sino el ejercicio más noble y consecuente de la libertad de elegir y de amar.  Algo, por otra parte, que solamente puede venir desde la acción generosa de Dios, que pone dimensiones tan grandes y nobles en el corazón del hombre. La coherencia entre pensamiento y conducta es imprescindible condición para una fidelidad leal a principios y creencias.

Decía Benedicto XVI durante el citado viaje apostólico: “La fidelidad al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la única garantía de libertad y de la posibilidad de un desarrollo humano integral. Por eso, la Iglesia la busca, la anuncia incansablemente y la reconoce allí donde se manifieste”. (Al mundo de la Cultura. Lisboa, 12-5-2010).

En el nº 2.731 de Vida Nueva.

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