Pasado y presente de las universidades jesuitas

(Borja Vivanco Díaz, doctor en Economía y licenciado en Sociología) “Sentían que se les movía el suelo”, confesaron algunos de quienes conformaron la primera generación de jesuitas, cuando la incipiente Compañía de Jesús optó por fundar y hacerse cargo de instituciones educativas. Aquellos argumentaron que no habían ingresado en esa innovadora orden religiosa para enseñar en colegios y universidades, como era tradición en los dominicos, sino para “ayudar a las almas” viviendo entre los más pobres. Sospecharon que erigir centros educativos, destinados preferentemente a las clases sociales más pudientes, les podría conducir a disfrutar de una seguridad económica, a la que optaron por renunciar al profesar sus votos religiosos. [Pasado y presente de las universidades jesuitas – Extracto]

Ciertamente, la Compañía de Jesús brotó en el entorno universitario de París y los jesuitas fueron reconocidos enseguida por su alta preparación teológica y humanística, como sucedió en el Concilio de Trento.

Pero su misión se distinguió, en los primeros años, por su carácter casi nómada, por su atención personal a los desvalidos y por su pretensión de vivir de las limosnas. Incluso, cuando recibieron la aprobación canónica del Papa, en 1540, los jesuitas determinaron no incoar ni “estudios ni lecciones en la Compañía”.

Sin embargo, en el marco de la dramática división religiosa, ante el bajo nivel cultural de la población e, incluso, de sus estratos dirigentes y en el proceso de consolidación del humanismo y del empirismo, una orden religiosa vanguardista, creativa y cualificada no podía ni mantenerse al margen del apostolado educativo e intelectual ni dejar de concebirlo como un instrumento para buscar el mayor bien.

Es así que, ya en 1551, Ignacio de Loyola inauguró el Colegio Romano, germen de la prestigiosa Universidad Gregoriana. Hoy, la red de centros de educación superior de la Compañía de Jesús suma más de 200 universidades en el mundo. Ninguna institución de carácter privado gestiona, ni de lejos, tal ingente volumen de universidades.

Las universidades jesuitas -y, en general, el resto de sus centros educativos- pronto resaltaron por sus singularidades, muchas de las cuales no tardaron en ser copiadas por otros centros de educación superior, y que fueron las que, en última instancia, justificaron su prestigio o su eficaz expansión. Entre ellas destacan el cultivo del conocimiento práctico; la aplicación del método científico; la superación del escolasticismo; la oferta académica interdisciplinar; el estudio y la divulgación de culturas remotas; la atención a la formación de líderes o la implementación de técnicas de evaluación exhaustiva del rendimiento del alumnado.

Sin dejar de lado el servicio a la fe y la reflexión teológica, desde el final del Vaticano II, estas universidades han intensificado su interés en la promoción de la transformación social desde los valores de justicia y de servicio a los más pobres. Seguramente este compromiso sea, ahora mismo, su elemento más distintivo, incluso frente al conjunto de universidades católicas.

Los asesinatos de Ignacio Ellacuría y de sus compañeros jesuitas, acaecidos en la Universidad Centroamericana de El Salvador (UCA) en 1989, son el exponente más clarividente y dramático de esta nueva orientación de los centros de educación superior de la Compañía de Jesús, al tiempo que está llamado a interpelar a todo tipo de universidades, confesionales o civiles.

A su vez, en Europa, estas universidades  –junto al resto de centros de educación superior de carácter católico- comparten el desafío de convertirse en organizaciones misioneras (no en centros “puramente pastorales”), capaces de evangelizar entre los jóvenes estudiantes, la mayoría de ellos no creyentes o, al menos, desinteresados por la religión.

A diferencia de lo que ocurría hace tan sólo quince años, muchos alumnos carecen de los conocimientos más elementales respecto a la antropología religiosa o a la doctrina cristiana al no haber sido catequizados previamente, ni en sus familias ni en sus centros escolares. Tanto es así que es muy probable que, incluso, los centros de educación superior de la Compañía de Jesús en Europa, atendiendo al grado de identificación cristiana de sus estudiantes, se asemejen hoy más a la Universidad jesuita de Sofía, en Tokio, que a su propia realidad de hace dos o tres décadas.

Como vemos, la labor de las universidades jesuitas es irrenunciable y continúa siendo imperiosa, tanto para la Iglesia católica como para la sociedad civil. A los retos del pasado se les unen otros en el presente, que se sostienen en el hilo conductor que el anterior general, Peter Hans Kolvenbach, resumía en: Utilitas, iustitia, humanitas, fides.

En el nº 2.740 de Vida Nueva.

INFORMACIÓN RELACIONADA

Compartir