Noche en las clausuras de España

(Pedro Aliaga– Trinitario. Historiador) Faltaron poetas en el romanticismo que cantaran el heroísmo de las religiosas de clausura en España durante el siglo XIX. Las medidas desamortizadoras las privaron de sus bienes, aunque no las obligaron a abandonar los claustros. La mayoría de aquellas mujeres resistió al formidable embate, quedándose encerradas en sus antiguas moradas con pocos amparos, trabajando a destajo y pasando hambre. Recuerdo, siendo yo todavía un mozalbete, a una anciana monja de mi pueblo que me contaba lo que había oído a otras más mayores: que tras quitarles los bienes, las monjas habían sobrevivido durante muchos años comiendo espartanas migas de harina, un día sí y otro también, durante más de medio siglo.

La decisión de las claustrales en el siglo XIX hizo posible una singularidad de la Iglesia española: que la mayoría de los antiguos conventos de clausura hayan llegado con sus comunidades hasta nuestros días. Y son muchos, muchísimos. Las clausuras pueblan de campanarios y cantos, de fuentes y rosales, de bordados, de candorosos dulces y de aguas de limón (que saben a gloria bendita) las plazoletas y las callejas de los cascos antiguos de nuestros pueblos y ciudades, en números que dejan lejos a cualquier otro país de raigrambre cristiana en el ranking de la vida contemplativa.

Que las clausuras de España atraviesan la más grave crisis de su historia es un dato tan evidente cuanto disimulado. Hace muy pocos días me enteré del cierre de dos monasterios andaluces, de los más antiguos de sus capitales de provincia. Si estos cierres fueran noticia, no ya en los grandes medios de comunicación, sino siquiera en los medios eclesiales, el elenco daría cifras muy preocupantes para quienes dicen (al menos durante una jornada al año) apreciar el valor de la vida contemplativa.

La mayoría de estas monjas de hoy representan lo que a mí me parece la encarnación de ancestrales características del espíritu ibérico. Con una fuerza de voluntad rayana en lo heroico, unas permanecen en sus conventos a pesar de venerables edades y de mengua de fuerzas físicas, empeñadas en duros trabajos y en cumplimientos de horarios con ánimo impertérrito, siendo motivo de admiración que pequeños grupos de mujeres, que en realidad necesitarían que alguien las cuidara, sean capaces de rezar las horas y de atender al torno, de dar un bocadillo al necesitado a través de la reja y de tener sus claustros –tan grandes– limpios como los chorros del oro. Otras se han embarcado en aventuras aéreas y marítimas, rumbo a mundos desconocidos, rejuveneciendo sus comunidades con nueva vida y acentos nuevos, mientras que en los coros aparecen novicias blancas de color de aceituna.

Falta una palabra en la Iglesia española sobre sus monjas de clausura. Una palabra de aprecio, cierto, que es verdad que nunca falta en las visitas que de vez en cuando les hacen los prelados y en los homenajes que les brindan los alcaldes de pueblo. Falta una palabra que llore la desaparición progresiva de tantos seculares monasterios, echando en falta un alma, bella y sencilla, que habitó un cuerpo eclesial que se queda privado de algo tan bueno, tan genuinamente bueno.

Pero, sin lugar a dudas, la palabra que más se necesita es la de la cercanía, la de la ayuda hacia nuestras monjas. Porque las veo solas. Solas de amparos, solas de solicitud, solas de preocupaciones verdaderas en este momento en que más lo necesitan. Sobran dictados de números clausus para vocaciones extranjeras, en amalgama de opiniones que hacen parecer verdadero aquello de “tantas sentencias, cuantas cabezas”. Faltan, sí, planteamientos corales que, respetando su idiosincrasia y su vocación contemplativa, ayuden a estas religiosas mediante criterios y medios en la formación de las jóvenes generaciones de las que depende el futuro de los claustros femeninos. Falta, también, amparo eclesial hacia quienes detentan preciosos legados –muebles e inmuebles– que fácilmente despiertan la codicia por sustanciosos negocios económicos, que se pueden vestir, como la mona, de muchas sedas. Faltan hechos en el momento presente que demuestren con buenas razones ese cariño, entrañable como el beso a una madre, que la Iglesia española debe a sus monjas de clausura.

En el nº 2.727 de Vida Nueva.

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