Monseñor Lefebvre

CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla

“El Espíritu del Señor siempre es el que abre caminos y el que va diciendo al corazón del hombre, ayudado por el magisterio de su hermano mayor, el Papa, la doctrina que ha de seguirse para ser fieles al Evangelio de Jesucristo”.

Habían coincidido en muchas ocasiones y trabajando juntos en diversos asuntos que interesaban a la Iglesia universal, como es el caso del Concilio Vaticano II, y en otros concernientes a las diócesis africanas, en las que, respectivamente, eran arzobispo de Dakar y arzobispo de Tánger. Se trataba de monseñor Marcel Lefebvre y de monseñor Francisco Aldegunde. Ambos provenían del clero regular. Uno espiritano y otro franciscano.

Aparte de los naturales vínculos episcopales, eran unos buenos amigos que conversaban de los asuntos que en ese momento interesaban a la Iglesia y, particularmente, a la pastoral misionera que había de llevarse a cabo en el continente africano.

Monseñor Aldegunde no disimulaba su admiración por el arzobispo de Dakar, al que consideraba un hombre íntegro, celoso pastor de la Iglesia y revestido de muchas virtudes. Sin embargo, al considerar algunas de las actitudes de monseñor Lefebvre, se esforzaba, el bondadoso arzobispo franciscano, por evitar cualquier palabra que pudiera desentonar en lo más mínimo con la bien merecida fama misionera del obispo francés. Buscaba todas las palabras habidas y por haber en el diccionario para explicar algunas intransigencias del prelado de Dakar: que era muy firme en sus convicciones, muy seguro de sus opiniones, indeleble ante la ambigüedad… En fin, que el amabilísimo franciscano no quería de ninguna de las maneras utilizar la palabra testarudo. Era un santo, pero un poco terco.

Muchas veces he recordado estos días a monseñor Aldegunde y sus recuerdos de monseñor Lefebvre cuando se están llevando a cabo esos encuentros entre la Santa Sede y la Fraternidad Sacerdotal San Pío X para el acercamiento y la reconciliación.

No se podía dudar de la rectitud de intención del arzobispo de Dakar, pero no siempre estaba abierto a escuchar las opiniones de sus hermanos y a reconocer que el Espíritu de Dios hablaba por esa asamblea convocada por el Papa, como es un concilio ecuménico. Igual que a monseñor Lefebvre, también le ocurrió lo mismo a muchos a otros prelados, pero sintieron la fuerza de la comunión en la Iglesia, y que más allá de la legitimidad de lo opinable, estaba el magisterio pontificio.

El Vaticano II fue un auténtico signo providencial de la comunión eclesial y un maravilloso ejemplo de docilidad al Espíritu Santo, que, con suavidad y fortaleza, conducía la barca de Pedro hacia horizontes nuevos, peso sin olvidar todo cuanto se había recibido de la tradición de la Iglesia.

El Espíritu del Señor siempre es el que abre caminos y el que va diciendo al corazón del hombre, ayudado por el magisterio de su hermano mayor, el Papa, la doctrina que ha de seguirse para ser fieles al Evangelio de Jesucristo.

Estoy seguro de contar con el valimiento de esos dos arzobispos africanos, Lefebvre y Aldegunde, para que las instancias de los cielos nos concedan la deseada unidad.

Decía Benedicto XVI: “La fidelidad y la libertad quedan garantizadas, y no ciertamente limitadas, por la comunión eclesial, cuyos ministros, custodios y guías son los obispos, unidos al Sucesor de Pedro” (Al Consejo Pontificio para los Laicos, 17-5-2008).

En el nº 2.772 de Vida Nueva.

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