Mejor, comer en casa

Carlos Amigo, cardenal arzobispo emérito de SevillaCARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla

“Ni hacer hambrientos ni abrir comedores, sino poner en marcha todas aquellas acciones políticas y sociales que consigan que los hombres y mujeres puedan tener…”.

¡Y se terminó la cuestión! Que los templos se conviertan en comedores y ya no tenemos que pensar en más problemas y soluciones. Poco más o menos eso es lo que decía una personalidad de la vida pública interpelando a la Iglesia, si no para que dejara de rezar, sí para que los espacios de culto se dedicaran a comedores para necesitados.

Es posible, y por ello disculpable, que el señor de esas opiniones no se haya paseado un poco por los entornos de las parroquias y de las casas religiosas de las grandes y de las pequeñas ciudades. En casi ninguna de ellas faltan los despachos de Cáritas, los comedores abiertos a todo aquel que tiene necesidad de comer, los roperos y economatos, la asistencia domiciliaria, los talleres de trabajo, los cursillos para promocionar empleo…

Y las instituciones religiosas, que no tienen físicamente cerca locales y actividades de este tipo, son las que más suelen ayudar con generosas aportaciones a todas esas tareas de beneficencia, de caridad, de promoción humana, de amor fraterno, en definitiva.

De lo que se trata, y en lo que no hay que bajar la guardia del empeño en conseguir, es que no haya necesidad de abrir templos para instalar en ellos comedores, sino de cerrar esos establecimientos y que la gente pueda disfrutar de su comida en su propia casa y con su familia.

Ni hacer hambrientos ni abrir comedores, sino poner en marcha todas aquellas acciones políticas y sociales que consigan, si no erradicar, al menos que los hombres y mujeres y sus familias puedan tener lo más indispensable para poder vivir, no solo con dignidad, sino con un poco de felicidad.

Desde luego que la Iglesia no va a esperar a que se solucionen esos problemas y se consiga ese bienestar deseado para dedicarse a paliar en lo posible los efectos de la pobreza, de la falta de trabajo, de la marginación en todos sus aspectos. Pero también hay que decir que esas personas necesitadas son ciudadanos de esta sociedad.

La Iglesia –y es su obligación y lo hace con mucho gusto– continuará sirviendo a los indigentes, pero de una manera subsidiaria, y esperando que ya no sea necesaria su labor en este campo. La Iglesia no teme quedarse sin trabajo porque, mientras caminamos por este mundo, las injusticias seguirán dejando esos restos de miseria que solamente el trabajo por la dignidad de las personas puede remediar.

Para un cristiano, el templo y el comedor no están separados, pues sabe muy bien que aquello que celebra sobre el altar debe llevarlo en caridad fraterna a aquellas personas que pueden estar más necesitadas. El templo no aleja de las realidades de este mundo, sino que las pone más cerca, pues en la oración se aprende a ver las cosas con los mismos ojos de Dios, padre y servidor de todos.

Decía Benedicto XVI: “Atentos a los pobres y a los que sufren, para sostenerlos y consolarlos, así como para orientar a los que han perdido el sentido de la vida” (Discurso a los nuevos obispos, 20-9-2012).

En el nº 2.822 de Vida Nueva.

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