Los libros arden mal…

JUAN RUBIO, director de Vida Nueva | La Feria del Libro de Madrid corre a su fin. En el Paseo de Coches del Retiro, la narrativa alemana ocupa un lugar destacado; una literatura que sabe de risas y lágrimas. ¡Cuánto debemos a los escritores alemanes que supieron, aun exponiendo la vida, sacar el alma en medio del terror! Y no solo durante la ominosa época nazi, sino en todo momento.

La República de Weimar, con su primavera libresca, fue solo un oasis para despertar del varapalo del Tratado de Versalles, y alumbró una de las mejores épocas de la historia de la lectura. Los libros sustituyeron a las armas. Vale la pena una mirada a la historia del libro en la cuna de Gutenberg, el herrero alemán que inauguró una nueva era en la historia. Tan solo en este país, la vida del libro mostró su cara más bella y su cara más ominosa a la vez. El gozo y el dolor se suelen dar la mano frecuentemente.

Y hablando de libros, no se escapa uno de sus capítulos más tétricos, el que se refiere a su destrucción. Sobre el tema ha escrito el venezolano Fernando Báez. Un excelente recorrido por esa destrucción, desde la aniquilación de las tablas sumerias hasta el saqueo de la Biblioteca de Bagdad, sin olvidar la destrucción de la de Alejandría, los papiros quemados de Herculano y los que han sido pasto del fanatismo religioso y político durante siglos.

Inquisición, quema de libros durante el nazismo, asombrosa escala de aniquilación del libro de los defensores de la ortodoxia. Heine decía que “allí donde queman libros, acaban quemando hombres”. La Historia ha olvidado que los libros, parafraseando al escritor gallego Manuel Rivas, “arden mal” porque en ellos van condensados vida, sabiduría, esfuerzo, expresión del alma…, y eso no arde nunca.

Se han quemado biblias y coranes. El Talmud ardió en la sinagoga de Berlín y muchos escritos aztecas fueron destruidos por los españoles. Y los que arden peor son los libros de contenido religioso, porque el alma los sustenta y la memoria los retiene.

Hoy, cuando se habla de libertad de expresión, siguen ardiendo libros y continúa de forma inmisericorde el voraz deseo de quemarlos cuando ya no se puede quemar a sus autores. Y también en la Iglesia, la institución que, pese a haber sido incendiaria en épocas ominosas, también supo guardar y salvar en los conventos la sabiduría libresca.

Tengo una anécdota reciente que no me resisto a contar en estos días de libros y rosas. Un autor recogía literalmente, y sin citar, textos de un amigo sobre un tema de materia religiosa. Temió citarlo por ser su amigo un hombre puesto en la diana de la ortodoxia más decimonónica; pero no quiso sustraerse a la belleza de sus palabras, hasta el punto de ponerlas literalmente. Pasó la censura y el texto se ha vendido muy por encima de la media de libros religiosos.

Ese mismo texto, las mismas palabras con puntos y comas, eran tachadas y emborronadas después por censores amaestrados, negándosele el consentimiento para su publicación. Iban firmadas por el autor auténtico. El otro, menos conocido, pasó la censura con el mismo texto censurado después. Está claro. Se busca a la persona, no al texto. Los libros arden mal. Quizás algunos prefieren el pilón, ese instrumento francés que tritura libros, ya que no puede triturar a sus autores.

director.vidanueva@ppc-editorial.com

En el nº 2.756 de Vida Nueva.

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