Los gallos del Papa

(Pedro Aliaga, trinitario- Roma) “Todos nos creemos con derecho a juzgarlo”, escribía, refiriéndose al Papa, en 1942, el incómodo don Primo Mazzolari, cuyo centenario celebramos en Italia. Los tiempos dan la razón a cuantos se paren a pensárselo. Parece como si, en la herencia petrina que un hombre recibe al atardecer de su vida, cuando acepta ser Papa, fuera incluido el deber de reparar el mutis por el foro de Pedro la noche del Jueves Santo. Se queda, sólo él, en el sanedrín del mundo, en que existe unanimidad en creerse con el derecho de juzgar a este hombre anciano, vestido de blanco. 

Todos sabemos exactamente qué debería haber dicho y callado, dónde hubiera debido ir y dónde no, cuando y de qué manera. Un simple resfriado es materia de opinión en búsqueda de su pulmonía, y hasta cómo se viste es motivo de regodeo o de escándalo. Su casa es estudiada en novelas y películas, runruneando sobre escándalos en sus sótanos e intrigas en los áticos. Católicos y protestantes, judíos y musulmanes, reaccionarios y progresistas, ateos y agnósticos, de derechas y de izquierdas: todos somos gallos en las almenas de la noche de un ecuménico quiquiriquí, de un derecho universal que parece unir a la humanidad frente a un anciano tímido y sabio que soñaba irse a pasar sus últimos años con su hermano, en una casita de Baviera, para tocar el piano. 

Sólo le deseo a este Pedro sin calvicie que mientras se calienta en el braserillo de esta noche fría, que le ha dejado escapar algún lamento, si se encuentra con la mirada de Cristo maniatado, no se vaya fuera a llorar. Todo lo más, que corra hacia él y se fundan en un abrazo.

En el nº 2.660 de Vida Nueva.

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