La pobreza en España, ese mal endémico

ALEJANDRO FERNÁNDEZ BARRAJÓN (religioso mercedario)

Pobreza

Ya no resulta posible recorrer cincuenta metros por las calles de Madrid sin encontrarse con ninguna persona que está mendigando. Nos podemos encontrar con mendigos de iglesia –como en aquellos tiempos de Benito Pérez Galdós y su obra Misericordia, que reservan y defienden su plaza con uñas y dientes–; hay también mendigos de parque que se tumban en los bancos y toman el sol a tiempo y a destiempo. Hay mendigos de cariño que dan vueltas y vueltas pidiendo, sin pedir, una sonrisa, una palabra amable o una mueca de aprobación. Hay mendigos ecológicos que alimentan palomas e incumplen la normativa municipal y llevan bolsas de El Corte Inglés llenas de migas de pan para nutrir a las palomas y consolidar así una plaga que llena de suciedad los parques, los jardines y las fachadas de las iglesias.

Hay, asimismo, mendigos modernos que ponen música en los parques a cualquier hora y no hay quién consiga dormir ni pueda concentrarse a su alrededor. Hay mendigos profesionales, que llevan su maletín de herramientas para desvalijar cualquier cabina telefónica y, sobre todo, cualquier cepillo de la primera iglesia que se ponga a su alcance. Hay pobres de solemnidad y hay pobres existencialistas que, además de pedirte unas monedas, te dan una clase sobre las injusticias sociales y el sentido de la vida que ya quisieran Marx o Nietzsche.

Hay también mendigos diógenes que acumulan basura en cualquier rincón de la ciudad y viven obsesionados con que se la van a robar, como si se tratara de un preciado tesoro. En fin, que mendigos los hay a cientos por estas calles, casi tantos como hay ricos; aunque tal vez algunos menos, porque casi todos los ricos son pobres en el fondo.

Aquellos pobres escasos de sentido, que vagan y vagan buscando a alguien o a algo que llene el profundo vacío que habita en sus corazones, gente a los que no espera nadie cuando llega la noche, gente buscando una tasca oscura y maloliente para beber y olvidar: gente que busca sexo por oscuros callejones que huelen a orín porque nunca ha tenido una experiencia fuerte de amor.

Y me pregunto: quién y cuándo se va tomar por fin en serio que hay mucha pobreza a nuestro alrededor y que esto es indigno para muchas personas; sí, es indigno.

Porque es indigno tener que dormir todos los días en los bajos de un edificio cubierto de cartones y mantas usadas; es indigno que una mafia te coloque en una esquina por la mañana y, al terminar el día, te exija la recaudación; es indigno pasarse el día con un bote haciendo sonar cuatro monedas por las calles comerciales más transitadas de nuestras ciudades; es indigno aprenderse de memoria un discurso, que ya nadie cree ni escucha, para recitarlo todos los días en el metro; es indigno, y alguien tendrá que hacer algo contra esta indignidad para que no nos indigne a todos. Y es más indigno todavía cuando el telediario nos dice que España está creciendo el 1,2% o todavía más. Creciendo, ¿quién?

Ausencia de Dios

Y hay también una indignidad existencial que clama al cielo. Es la de todos aquellos que consumen la vida sin hacerse preguntas, sin plantearse el porqué de lo que somos y hacemos, de dónde venimos y a dónde vamos, si Dios puede llenar o no el corazón humano, y algunos ni se lo plantean; esos son los pobres más pobres; estos miserables, con muy mala suerte, están atrapados en la náusea.

A mí me apenan mucho los pobres, todos los pobres, los pobres de pan y los pobres de Dios. Pobres son los que dicen, en boca de Gloria Fuertes: ¿y si Dios no existiera? Sí, la mayor pobreza es la ausencia de Dios, no haber encontrado a Quien es fuente todo encuentro, a quien siendo rico se hizo pobre para enriquecernos a todos.

Si Dios ha sido capaz de llenar, en plenitud, a tantos hombres y mujeres y hay alguien que no puede disfrutar de eso, por las razones que sean, les falta una valiosa riqueza que poseer y, por tanto, son pobres. Pobres de solemnidad. Y hay muchos, muchos, demasiados. Y alguien, digo yo, tendrá que hacer algo para que no seamos pobres todos.

 

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En el nº 2.941 de Vida Nueva.

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