La Iglesia vasca encara un nuevo ciclo

(Pedro Ontoso– Subdirector de El Correo) A lo largo de la historia de Euskadi, el catolicismo ha sido un elemento definitorio del nacionalismo. Fidelidad a la fe cristiana y fidelidad a la patria, sacralizada. Este axioma ha marcado la actuación de la Iglesia vasca hasta hoy, aunque ahora de manera mucho más diluida, porque el propio nacionalismo ha dejado de acudir al discurso eclesiástico para su legitimación. En efecto, la Iglesia ha servido para reproducir la conciencia nacional a través de un clero que, hasta hace bien poco, en un 80% era de extracción nacionalista –el 70% de la producción cultural y de apoyo al euskera, además, estaba en manos de la Iglesia–, y que asumía que su misión era estar al servicio del pueblo. La Iglesia buscaba la presencia social a través de un discurso ideológico, que desde algunas instancias, se ha considerado partidista.

En los últimos 60 años, la Iglesia vasca ha sido identificada como una institución apegada a la reivindicación política y con un clero rebelde muy activo. Pero ETA comenzó a matar y a dejar un rosario de víctimas. No le ha resultado fácil a la Iglesia ubicarse en un paisaje caracterizado por el deterioro de la convivencia a causa del terrorismo. La fibra moral de la sociedad se cuarteó y mientras unos morían a manos de ETA, otros muchos miraban hacia otro lado. En la tierra de san Ignacio, una de las comunidades más católicas del mundo, clamaba al cielo la indiferencia y lejanía de muchos estamentos. La Iglesia, que denunció la actividad terrorista, llegó tarde, sin embargo, al encuentro con las víctimas del terror.

La búsqueda de la paz en una sociedad desgarrada por la violencia ha sido una tarea prioritaria en la Iglesia vasca. No se han escatimado esfuerzos ni energías en una labor titánica, que ha eclipsado otras actividades en otros ambientes de la pastoral eclesial, además, con un marcado talante aperturista. “La pacificación va en el tuétano de la Iglesia, en su ADN”, suele repetir el obispo de San Sebastián, Juan María Uriarte, que asume con dolor un horizonte en el que la crueldad del crimen político vuelve a tomar forma.

Pero la Iglesia en Euskadi se enfrenta a otras tareas, al margen de la pacificación. Y camina entre luces y sombras, muchas sombras, que despiertan inquietud sobre el futuro. En 1988, en una pastoral conjunta de Cuaresma que llevaba el título Creer en tiempos de increencia, los obispos vascos admitían que “en pocos años ha cambiado profundamente el clima religioso que se respiraba en nuestro pueblo”. Los prelados reconocían que “hombres y mujeres de todas las edades y de todos los sectores sociales viven su vida al margen de Dios y de cualquier referencia religiosa”, y que “ha crecido socialmente la crítica a la jerarquía”.

Es verdad que el País Vasco ha experimentado una brusca secularización, más profunda que en otras comunidades. Para el sociólogo Alfonso Pérez Agote “ha habido una sacralización de la política que ha obligado a una secularización de la religión”. Interpretaciones al margen, los datos son claros. Los obispos ya destacaban que un tercio de la población se confesaba creyente sin práctica religiosa y otro tercio, indiferente, agnóstico o ateo. Esa situación se ha agudizado. Otro dato: los matrimonios religiosos han caído un 20%. La propia Iglesia sufre en su carne este desapego, acrecentado por un reloj biológico imparable. Dos de cada tres sacerdotes vascos están ya jubilados y la edad media de los restantes se aproxima a los 60 años. Los seminarios están vacíos: hoy sólo reciben formación seis seminaristas. En alguna curia se ha planteado la posibilidad de cerrar algún templo o redimensionar su espacio religioso. Euskadi, que exportaba misioneros, está en la hora del repliegue.

¿Quien va a pilotar la gestión del nuevo ciclo que se abre en la Iglesia vasca?  El obispo de Vitoria, Miguel Asurmendi, no tiene ambiciones y su influencia se acota en la provincia de Álava. Ricardo Blázquez lleva ya algo más de doce años en Bilbao y parece que se merece unos galones de arzobispo.

El 12 de abril recibe la ayuda de un auxiliar, Mario Iceta, un sacerdote de Gernika cuyo nombramiento ha despertado algunos recelos. Uriarte, líder indiscutible y con carisma, alcanza la edad preceptiva para la jubilación en junio. En las curias diocesanas, en el clero y en el movimiento asociativo ha calado el convencimiento de que el Vaticano quiere despolitizar a la Iglesia vasca y, como tierra de misión, incorporarla a la nueva evangelización. Y con una asignatura pendiente: Blázquez ya ha avanzado la necesidad de abrirse a las nuevas sensibilidades, rompiendo un formato hasta ahora decididamente endogámico. Vientos de cambio soplan sobre la Iglesia vasca.

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