La crisis y santa Teresa

CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla

“Ella afirmaba que ‘la verdad padece, pero no perece’. Lo cual es más que buena recomendación para quienes piensan que estamos al borde del cierre por falta de existencias, es decir, de fieles cristianos…”.

Son bien conocidos algunos de los pensamientos de santa Teresa de Jesús. Su sabiduría era grande; la elevación mística, mayor. Pero, al mismo tiempo, estaba cerca de la realidad más inmediata, de lo cotidiano, de las cosas de la casa y de los pucheros.

Y entre los decires de la santa de Ávila, uno muy a propósito para los tiempos en los que vivimos, que ella llamaba recios, y nosotros, algo así como la crisis. Ella afirmaba que “la verdad padece, pero no perece”. Lo cual es más que buena recomendación para quienes piensan que estamos al borde del cierre por falta de existencias, es decir, de fieles cristianos.

La corrección fraterna a este despropósito viene también de nuestra querida santa, cuando advierte que “tristeza y melancolía, no las quiero en casa mía”. En algún documento catequético, en el elenco de los pecados capitales, figuraba también el de la tristeza. Sin embargo, las autoridades competentes en la materia dictaminaron que no cabía poner la tristeza en el catálogo de los capitales, pues ya estaba incluido en el de la pereza.

Es decir, que tristeza y melancolía son claudicación y galbana ante una actitud positiva y el trabajo necesario para que se formen hábitos de conducta, que esto es virtud. Ante la dificultad y la barrera no cabe el volverse atrás, sino emprender nueva carrerilla y buscar fortaleza en Dios y en la ayuda que los hombres quieran prestar.

Y vamos a la tercera. Y que debe ser la primera en el orden de los apoyos y en lo de saber orientar la vida para no dejársela engullir por turbulencias circunstanciales. El pensamiento teresiano está muy vivo en nuestra memoria: “Quien a Dios tiene, nada le falta. Solo Dios basta”.

Y no es que Dios vaya a solucionar con recursos técnicos los problemas de los hombres, sino que Él va a iluminar la inteligencia y a dar las fuerzas necesarias para que se utilicen todos los recursos que están en las manos de la humanidad para conseguir ese auténtico bienestar que corresponde a los ciudadanos de un mundo creado por el mismo Dios.

Vivir como si Dios no existiera trae muy malas consecuencias. Como querer llenar el vacío que deja la fe con la adoración de esos ídolos de dineros y poderes que, con sinrazón, traen las más variadas corrupciones. Cuando el hombre se olvida de Dios, es que ya no cree en sí mismo y en sus enormes posibilidades para vivir en justicia y en paz.

Decía Benedicto XVI: “La crisis puede y debe ser un acicate para reflexionar sobre la existencia humana y la importancia de su dimensión ética, antes que sobre los mecanismos que gobiernan la vida económica: no solo para intentar encauzar las partes individuales o las economías nacionales, sino para dar nuevas reglas que aseguren a todos la posibilidad de vivir dignamente y desarrollar sus capacidades en bien de toda la comunidad” (Al Cuerpo Diplomático, 9-1-2012).

En el nº 2.793 de Vida Nueva.

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