La carrera

PABLO d’ORS | Sacerdote y escritor

“Gracias al descubrimiento del cristianismo, todo empezó a ser distinto para mí: tenía un manantial del que beber y… ¡me resultaba tan maravilloso dilatar el momento de sumergirme en aquella terrible felicidad!”.

En mi infancia y juventud, sin verdaderos maestros, yo husmeaba como un perro sediento, más que eso, como un animal enloquecido por la sed. Gracias al descubrimiento del cristianismo, todo empezó a ser distinto para mí: tenía un manantial del que beber y… ¡me resultaba tan maravilloso dilatar el momento de sumergirme en aquella terrible felicidad! Sí, “terrible” es el adjetivo adecuado para la felicidad que proviene de Dios. Porque da mucho miedo ser tan feliz y recibir tanto, y tan inmerecidamente.

Siempre que durante aquel invierno de mis 19 años salía de mi parroquia y permitía que el viento de Madrid azotase mi rostro, me sentía con un trabajo que realizar –la oración– y con un rostro que descubrir –el de Jesucristo–. La sensación de ir acompañado… ¡era tan nítida! Me sorprendía que los demás no la percibieran, que no me detuvieran para preguntarme: “¿Quién eres? ¿Por qué estás así?”.

Como a la gente que se ve sonriendo por la calle, o incluso riéndose –acaso porque recuerdan algún episodio gracioso–, así iba yo por mi barrio de Argüelles: se habría dicho que estaba habitado. Sentía deseos de correr, como si así pudiese aliviar esa sensación que me embargaba de insoportable felicidad. Como si la carrera pudiera apaciguarla y hacerla llevadera. Pero también me resultaba dulce retener mis pasos, para así ser más consciente de aquella fulgurante sensación.

Hoy, treinta años después, recuerdo la carrera de ese muchacho que yo era. Ya no corro como entonces, claro; pero todavía reconozco que aquel chico era yo y, lo mejor de todo, que en esencia lo sigo siendo.

En el nº 2.760 de Vida Nueva.

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