La alacena de la Iglesia

(Alberto Iniesta– Obispo Auxiliar emérito de Madrid) Ya han pasado las fiestas y los fastos del día del Corpus. ¿Y qué nos ha quedado entre las manos? Pues un poco de pan en la alacena de la Iglesia, en el sagrario. Los primeros cristianos guardaban esos mendrugos más valiosos que el oro, para llevar después de celebrar la Eucaristía a los enfermos y a los presos.

Podemos imaginarlos con el miedo en el cuerpo y la fortaleza en el espíritu, llevando secretamente el precioso tesoro, en aquellos primeros siglos durante los cuales la celebración de la Eucaristía estaba prohibida bajo pena de muerte. Aun en tiempos cercanos, el por entonces recientemente convertido Guillermo Rovirosa, fundador de la HOAC, y actualmente en proceso de canonización, contaba en sus memorias las misas clandestinas a las que asistió -¡diariamente!- durante un año y medio, confesando: “Todos los días nos jugábamos la vida, pero valía la pena, porque nos llenábamos de Cristo”.

Cuando salieron para Getsemaní Jesús y los apóstoles, ¿cómo quedaría aquella mesa donde se había celebrado la primera Misa? ¿No sería María la que, con espíritu profético, recogiera aquellos mendrugos de pan que guardaban la presencia del Señor para que le acompañara en la terrible soledad que le esperaba? Lo cierto es que la Iglesia supo desde los primeros tiempos guardar piadosamente este divino maná que nos acompaña en nuestro caminar por el desierto.

Un día al año, el pueblo de Dios se echa a la calle para aclamar a Cristo Eucaristía. En cambio, muy pocos son los que saben descubrirle en el sagrario, donde el Señor se queda como signo de su fidelidad y su amistad con cada uno de nosotros. ¿Dónde mejor desahogarse y consolarse de nuestras penas, saborear la lectio divina, descansar de nuestras prisas o recibir la luz en nuestra oscuridad? Gracias a la Iglesia, que nos ha guardado en la alacena este maná que nos acompaña en nuestro éxodo, camino de la Tierra prometida.

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