Indignados y comprometidos

CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla

“Desde el punto de vista cristiano, más que de enojo e indignación, prefiero el del compromiso y la responsabilidad con la participación activa, la reflexión, el ofrecimiento de ideas…”.

En más de una ocasión, pude oír a un recordado y querido monseñor un sucedido con un grupo de mujeres de Acción Católica, verdaderas militantes de la pastoral parroquial, que acudieron a un cursillo de actualización. Al regreso, se declararon “mujeres comprometidas”. Y dejaron de colaborar con la parroquia.

Hay una indignación que proviene de un justo deseo y de un clamor por la justicia. Una especie de santo enojo que busca, por los medios legítimos, aquello que puede ser el reconocimiento de unos derechos fundamentales e inalienables.

Esa intranquilidad puede nacer también de las limitaciones en la participación en la vida pública, quizás acaparada por un determinado sector de la sociedad o de los partidos políticos. Se reclama mayor presencia en los organismos de decisión.

Desde el punto de vista cristiano, más que de enojo e indignación, prefiero el del compromiso y la responsabilidad con la participación activa, la reflexión, el ofrecimiento de ideas y programas a realizar, la seria implicación en los proyectos encaminados al bien común.

En todo momento, sobre todo después de la Rerum novarum, la doctrina social de la Iglesia ha proclamado y defendido unos principios de subsidiaridad, de corresponsabilidad, de participación activa, de libertad en la defensa de las causas justas.

“No es justificable la indiferencia ante aquellos asuntos
que conciernen al bien común. Mucho menos
el convivir con una conciencia
anestesiada por la atonía”.

Son muchos los pasos que se han dado para proteger al más débil y garantizar los derechos sociales de todos. Desde la creación de los sindicatos y el derecho de huelga, hasta la creación de organismos que regulen el ejercicio de esos mismos derechos en beneficio no corporativista, sino de toda la sociedad.

El peor servicio que se puede hacer a estas causas de quienes se proclaman indignados puede ser la violencia en cualquiera de sus formas y maneras. Como, por ejemplo, la intimidación que crea temor y falta de libertad, con el miedo consiguiente y la sospecha de no poder alcanzar los objetivos deseados.

Puede también suceder, aún sin pretenderlo directamente, que aparezca el fundamentalismo de la imposición, a toda costa, de una ideología y manera de hacer y moverse en las cuestiones sociales. La misma fascinación que puede suscitar en algunos sectores de jóvenes, que ven en estos movimientos una plataforma para luchar por los mejores valores de la democracia, puede trocarse en una enorme desilusión al comprobar que falta una limpieza de intereses y una independencia política.

No es justificable la indiferencia ante aquellos asuntos que conciernen al bien común. Mucho menos el convivir con una conciencia anestesiada por la atonía, la pereza y la indiferencia ante todo aquello que supone un gran esfuerzo por construir una sociedad mejor para todos.

Decía Benedicto XVI que en el trabajo por construir la paz entre todos, “no bastan las palabras; es preciso el compromiso concreto y constante de los responsables de las naciones, pero sobre todo es necesario que todas las personas actúen animadas por el auténtico espíritu de paz, que siempre hay que implorar de nuevo en la oración y vivir en las relaciones cotidianas, en cada ambiente” (Homilía. Santa María Madre de Dios, 1-1-2011).

En el nº 2.779 de Vida Nueva.

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