Hambre: vergüenza humana, cólera divina

Mujer-asiática-lleva-agua(José Ignacio González Faus– Responsable del Área Teológica de “Cristianismo y Justicia”) Hace ya más de 35 años, resumí la reflexión teológica que estaba intentando realizar en una estrofa de Atahualpa Yupanki: “Hay cosas en este mundo / más importantes que Dios / que un hombre no escupa sangre / ‘pa’ que otros vivan mejor”. Versos que se cargan de energía en un mundo donde 3.000 millones de seres humanos escupen sangre, mientras tres o cuatro millones de multimillonarios viven cada vez mejor. Versos que merecen una doble exégesis.

González-FausDesde el punto de vista de lo que Bonhoeffer llamaba “una noción general de Dios”, la estrofa es cierta. Desde el punto de vista de los que creen en Dios tal como se reveló en Jesucristo, la estrofa cobra intensidad porque (como escribí entonces) “es Dios mismo quien nos hace saber que hay cosas en este mundo más importantes que Él”. Y que toda búsqueda de Dios que se aparte de este camino sólo encontrará un ídolo.

Pero si Dios mismo nos hace saber eso, Su revelación nos lleva a cada uno de nosotros a proclamar lo mismo: “Hay cosas en este mundo / más importantes que yo: que un hombre no escupa sangre…”. Hay una cosa más importante, mucho más que la ida a la Luna, el progreso tecnológico, el triplete del Barça, el Oscar de Penélope o el sueldo inmoral de 25 millones de dólares de Fernando Alonso

Si Dios existe, y es así como se reveló en Jesús, cabe imaginar lo que sentirá de nuestro mundo. Y el 17 de octubre, Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, no está de más recordarlo, al menos por una vez, tras el vergonzoso fiasco de aquellos Objetivos del Milenio que sólo se proponían reducir el hambre asistencialmente a su mitad en un plazo (creo que) de quince años, y que al poco tiempo se declararon fracasados. Fracaso muy previsible si se hubiera recordado la frase de Gandhi: “La tierra produce lo suficiente para satisfacer nuestras necesidades; pero es absolutamente insuficiente para satisfacer nuestros caprichos”. Y nuestro sistema económico pretendía satisfacer esa necesidad primaria del hambre, dedicándose a producir para los caprichos de los que ya están satisfechos.

El cristiano podrá comprender, a la luz de lo dicho, la seriedad de la profunda afirmación de Karl Barth: todo hombre a lo largo de su vida, lo sepa o no, se ve confrontado con “el significado absolutamente transformador del hecho de que Dios existe”. Y quien no sea creyente, pero se considere hombre de buena voluntad, percibirá que esa enseñanza de Barth conduce a la que, también por aquellas fechas, proclamaba Mounier: en el futuro (que ya ha llegado) los hombres no se distinguirán por si creen o no en Dios, sino por cómo se sitúan ante las víctimas del planeta.
Si las cosas son así, y creo sí lo son, me permitiré terminar con un par de interpelaciones.

La primera, a los medios de comunicación. Su mayor responsabilidad, hoy, no está sólo en cómo tratan sus temas, sino en los temas que eligen tratar. Así pues, admirados Iñaki Gabilondo, Carles Francino y otros: ¿cuándo van a comenzar sus noticieros diciéndonos con pesadumbre: “Hoy han muerto de hambre en la tierra más de 10.000 personas”? Porque se trata de una cifra muy superior a las que puedan arrojar los accidentes de tráfico o de trabajo, o la violencia de género, o los muertos en cualquier terremoto. Y, ante esa desproporción, valen las palabras que Jesús dirigió a los que él llamaba fariseos-hipócritas: “Aquello había que hacer, sin olvidar esto”. Es, además, una cifra que todos tendemos a olvidar cuanto antes; por eso necesitamos que nos la recuerden.

A los cristianos

La segunda interpelación se dirige a los cristianos: gran parte de los mártires que cosechó el cristianismo en el pasado siglo lo fueron por haberse situado al lado de las víctimas de la tierra (obispos como Romero y Angelelli; Ignacio Ellacuría y sus compañeros; el secretario de Casaldáliga, que cosechó una bala que iba dirigida al obispo…). No se entiende, pues, cómo los cristianos hemos apagado los ecos de aquella canción que hace treinta años nos llenaba las bocas con sus endecasílabos demoledores: “Su nombre es El Señor, y pasa hambre / y clama por la boca del hambriento / y muchos que lo ven pasan de largo / a veces ocupados en sus rezos… Está enfermo, está hambriento, está desnudo / pero Él nos va a juzgar por todo eso”.

La Biblia comenzó a partir de una supuesta voz de Dios que decía: “He oído el clamor de mi pueblo”. Se cerró con otra voz que, desde la fe recobrada en Jesús, escribía: el clamor de los salarios que habéis defraudado a vuestros jornaleros llega hasta el cielo (Carta de Santiago 5,4.5). Pero hoy, y como escribió hace años Gilles Lipovetsky, ese clamor no llega a nuestros oídos porque los tenemos tapados por unos auriculares que nos conectan con alguna de las últimas chucherías electrónicas.

En el nº 2.679 de Vida Nueva.

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