JUAN RUBIO, director de Vida Nueva | Ha sucedido estos días con las fiestas de Halloween, pero empieza a ser común que, con motivo de esta proliferación de fiestas ajenas al calendario cristiano, algunos obispos, usando el estilo apocalíptico de las viejas pastorales de Cuaresma, y con motivo del Carnaval, vuelven a escribir, pluma en ristre, despotricando contra el acto lúdico. Y los jóvenes, cada vez más lejos.
Cuando no sabemos hacer otra cosa, nos sale el ataque, cuando no el ditirambo. La tentación de la Iglesia ha sido siempre condenar lo que no controla. Algo de esto aparece en la sistemática crítica a fiestas situadas en las márgenes del calendario. Las viejas fiestas de las cosechas, el fuego, la luz o el agua fueron cristianizadas en España durante un largo período de sacralización del espacio y del tiempo.
Olvidan la Historia quienes, ante la amenaza consumista de Navidad, Año Nuevo y Reyes, apelan al sentido cristiano que se diluye, como si las fiestas navideñas no hubieran tenido su origen en el Dies Natalis romano; como si no fuera legítimo el divertimento ajeno a lo religioso; como si todo tuviera que seguir el ritmo de un calendario oficial. Incluso un excesivo fanatismo lleva a hacer campaña contra el árbol navideño, que en muchos países sajones tiene una raíz cristiana profunda.
Lo mismo pasa con Halloween, fiesta de orígenes celtas, posteriormente cristianizada como All Hallows’ Eve (Víspera de Todos los Santos). Durante la romanización de los dominios celtas, la festividad fue asimilada por aquellos, manteniéndose más allá del Muro de Adriano, mezclando ambas tradiciones.
Cabría una actitud distinta, sin alardes tremendistas,
comenzando a revalorizar lo propio,
aprovechando el descanso de la legislación laboral
y formando en el genuino sentido cristiano del tiempo.
En los años en los que proliferaban las fiestas paganas, tanto Gregorio III como Gregorio IV, en el siglo VII, intentaron suplantarlas por una festividad cristiana, el Día de Todos los Santos, que fue trasladada del 13 de mayo al 1 de noviembre. Y así otras fiestas, como las que se celebran en mayo a la Cruz o las fiestas del fuego en la víspera del precursor. También las fiestas en torno al 15 de agosto, solemnidad mariana, tienen viejas raíces agrícolas.
Cabría una actitud distinta, sin alardes tremendistas, comenzando a revalorizar lo propio, aprovechando el descanso de la legislación laboral y formando en el genuino sentido cristiano del tiempo. Una revalorización del domingo es necesaria.
Soy contrario a la adopción cultural de otras formas de fiestas extrañas, aunque no sé si con la globalización esto adquiere un nuevo matiz. No me gustan las máscaras. Ya hay demasiadas en la vida normal. Prefiero las fiestas propias, pero eso ya es otra cosa. Me pregunto qué podrá decir un padre a su hijo que prepara el disfraz de Hallowen con ilusión, sin saber nada de muertes, ni demonios ni espiritismo.
No es necesario levantar diques en la convivencia ni liar a los más pequeños con galimatías que los aparten del ritmo lúdico contemporáneo. El acento en lo auténticamente festivo y la corrección de desvíos no nos tiene que llevar a la sistemática condena de todo lo que corre y que no controlamos.
“Hacen los hombres las fiestas más para sí que para vos, Señor, y es mucho lo que se lleva el diablo en estos afanes”, decía san Juan de la Cruz, quejándose de las muchas fiestas de aquella época del quinientos, tan festiva y ya tan barroca.
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- A ras de suelo: El Molt Honorable Bertone, por Juan Rubio
En el nº 2.775 de Vida Nueva.