El silencio de los teólogos en España

(Juan Rubio) Andan aviesos investigadores buscando textos del Ratzinger teólogo para sacar punta a su pensamiento en cuestiones fronterizas sobre las que hoy tiene opinión matizada. Ya lo hicieron también buscando casos de pederastia en sus años de gobierno pastoral en Munich. Saltan las alarmas sobre ciertos aspectos teológicos abordados entonces y que difieren de su magisterio actual, lanzándolos a la Red con timbre de descrédito. Era el teólogo progresista conciliar.

Curiosas son las anécdotas que cuenta Manuel Vicent sobre el profesor Ratzinger en la “ibérica biografía” que ha escrito de Jesús Aguirre, en Aguirre el Magnífico, sobre el consorte de la duquesa de Alba. Y es que una cosa son los estudios teológicos y otra la catequesis.

Ambos hay que entenderlos como servicio. Hay entre nosotros doctores, como hay pastores y maestros, y todos han de servir a la verdad. Unos, desde la sana y audaz investigación. Otros, desde la responsable salvaguarda de la verdad revelada. Ambos han de cuidar la caridad en las formas.

Al teólogo le corresponde la misión de la avanzadilla, como los exploradores de Josué antes de entrar en la Tierra de la Promesa. Es bueno atravesar puertos y fronteras, sin arrancar las flores y sin  temer a las fieras, usando la metáfora de Juan de la Cruz.

El miedo no es propio del explorador y el respeto ha de ser su divisa. El teólogo puede y debe explorar, profetizar, intuir, echar una mirada. Es la audacia de la fe que busca anunciarla en esos lugares con prudencia. No es bueno frenarlo y hacer de él un simple catequista o un pastor de comunidades cristianas. En la soledad de su estudio reflexiona, reza y propone.

La autocensura es mala consejera, si bien la prudencia, el sentido común y el sensus ecclesiae le servirán de brújula. En momentos de sospecha, el teólogo se repliega y abandona la exploración. La Iglesia seguirá con los mismos, en el mismo sitio y respirando el mismo aire.

Cuando uno repasa la reciente obra sobre la teología en España en los últimos cincuenta años, de González de Cardedal, aprecia ese vigor, esa audacia y esa eclesialidad. No es bueno el sentimiento que hoy aflora en muchos teólogos, cada vez menos, de no saber qué decir, qué hablar, que pensar y qué estudiar. La mano de la sospecha los retira y los lanza a otras disciplinas ajenas.

A la Iglesia, desde su responsabilidad, le corresponde ponerse a la escucha de cuanto se estudia y, con mucha humildad y diálogo, sin anatemas previos, salvando siempre a la persona, debe orientar y corregir, si menester fuera. Recuerdo aquella nota que Roma emitió hace unos años sobre cuestiones concretas escritas por Jon Sobrino. Allí se salvaba a la persona, se apreciaba su labor con los pobres y se le invitaba a corregir algún que otro punto. La persona quedó a salvo.

Hay que devolver la confianza perdida al teólogo, que sabe que ha de hacer su trabajo de rodillas ante el Señor, pero sin el miedo a quienes, con teologías concretas, tan legítimas como las suyas, pretenden borrar la legítima pluralidad confundiendo teología con catequesis, y haciendo crecer el sentimiento de no saber qué pensar y qué decir.

Pierde la  teología, pero pierde también la Iglesia que, además de ser maestra, es madre. Que se lo digan a De Lubac, a Rahner, a Daniélou, a Häring.

En el nº 2.742 de Vida Nueva.

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