El poder de la intercesión

(Pablo d’Ors– Sacerdote y escritor)

“Tanto más he amado a mis semejantes cuanto más he rezado por ellos. Hoy puedo afirmar que mi manera de querer es, fundamentalmente, orando o, lo que es lo mismo, que orar es para mí el mejor sinónimo de amar. Todavía más: no concibo un amor que no derive en oración”

Nunca abandono mi oración de intercesión –que es para mí visualizar un rostro y repetir un nombre ante Dios– hasta que no he sacado sabor a ese nombre, hasta que no he encontrado una íntima satisfacción al pronunciarlo. Digo ese nombre ante el Señor, o imagino que Él lo dice ante mí, o que el mundo entero lo dice para que quien lo lleva sienta que su vida y destino no son indiferentes al mundo, sino importantes.

Tanto más he amado a mis semejantes cuanto más he rezado por ellos. Hoy puedo afirmar que mi manera de querer es, fundamentalmente, orando o, lo que es lo mismo, que orar es para mí el mejor sinónimo de amar. Todavía más: no concibo un amor que no derive en oración. Lo mejor que puede hacerse por alguien a quien se ama es, sin duda, ponerle ante Dios; y lo mejor que puede hacerse por alguien a quien no se ama es, de igual modo, ponerle ante Dios, pues es así como se aprende a amarlo. En realidad, no hay nada mejor que ponerlo todo ante Dios, puesto que sólo entonces aparece en su verdadero y auténtico valor. Sin oración las cosas no son claras y pueden engañarnos; con ella, en cambio, todo adquiere la luz justa y exacta.

Esta misma página, por ejemplo, si dice algo de Dios, es, seguramente, porque la he rezado antes de escribirla. Porque la he escrito mientras rezaba y porque rezaré con esta intención –o ése es mi propósito– una vez que haya puesto el punto final que ahora pongo precisamente para poder orarla y agradecerla.

En el nº 2.736 de Vida Nueva.

Compartir