El becario (I)

(Santos Urías) Lleva un trasgo tatuado en su pantorrilla. Dice que es un ser del bosque que no se deja ver. Todo cuadra. Vicente es de los que trabaja en lo oscuro, en lo callado, sin aspavientos ni facturas, trasgo en la ciudad. Teníamos que organizar el verano entre el compañero y yo. El uno marcha para Camerún con universitarios, para seguir consolidando los proyectos de cooperación que allí están iniciados y que son fermento de algo nuevo para esta masa uniforme y gris.

El otro, necesitando de un puñado de días de vacaciones para tomar una bocanada de aire y volver a sumergirse en el océano de las preocupaciones, de los trabajos, de las tormentas de quejas y de penas, de los tragos de risas y silencios.

Apareció por la parroquia, grande, como es él, con sus bermudas pre-veraniegas, con su cabeza brillante por la alopecia, con esas gafas pequeñas que, a buen seguro, le permiten ver algo de la realidad que los demás no vemos. Al acercarse a un grupo de gente dio su tarjeta de presentación: “Hola, soy el becario”. 

Dicho y hecho. Con este auto-apodo se ha quedado mi amigo.

surias@vidanueva.es 

En el nº 2.661 de Vida Nueva.

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