Diplomacia vaticana en la sociedad líquida

(Juan Rubio) Cuando en marzo de 1797 Napoleón se apoderó de Venecia y desmanteló el pequeño estado de Terrafermata, un grupo de embajadores comentaban a las puertas del Palazzo de La Serenísima: “Mirad quiénes somos. ¿Dónde estaremos dentro de diez años?”. Desde entonces se habla del “síndrome de Venecia” para expresar misiones obsoletas. Quizás sea exagerado el ejemplo, pero no descabellado. El Vaticano pierde significación política progresivamente. La llamada “Internacional religiosa” que ha venido liderando, ha perdido fuerza. Y no sólo por los errores, escándalos o déficits comunicativos. Es algo más profundo.

Tras la caída del Muro de Berlín y la Ostpolitik, la geopolítica ha cambiado el papel diplomático. Hoy vivimos en la llamada “modernidad líquida”, acuñada por Zygmunt Bauman para definir el “estado fluido de la actual sociedad, sin valores demasiado sólidos, en la que la incertidumbre por la vertiginosa rapidez de los cambios ha debilitado los vínculos humanos. Lo que antes eran nexos potentes, ahora se han convertido en lazos provisionales y frágiles”.

Benedicto XVI ha hecho de la necesidad, virtud y, partiendo de una minoría creativa, busca que la fe se abra paso en esa modernidad “líquida”. La creación del Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización tiene aquí su explicación. Ya no son tan necesarios los embajadores que, en su correspondencia, retraten los vicios y las virtudes de la corte vaticana y preparen alianzas entre príncipes. Hacen falta embajadores de una nueva forma de estar en la sociedad “líquida”. Esta nueva visión afectará, y mucho, no sólo al perfil de los embajadores cerca de la Santa Sede, sino también al de los nuncios apostólicos repartidos por el mundo. La geopolítica ha cambiado.

Y si miramos a España, ahora que el embajador Vázquez hace maletas rumbo a Madrid y los profesionales de la carrera diplomática buscan recuperar la embajada decana de la Plaza de España, se abre una incógnita sobre el perfil del nuevo embajador o embajadora.

Roma busca dar fuerza al papel mediador de los episcopados nacionales, aunque en Italia este debate no se ha resuelto y continúan las divergencias entre Bertone y el presidente de la CEI, Bagnasco. La alternativa es excepción, como ha sucedido en la España de Zapatero, en la que nudos gordianos tuvieron que ser desatados por el embajador gallego. Pero no ha de ser lo común.

Los embajadores quedarán como agregados culturales y artísticos, meras figuras decorativas que conforman el panorama romano. Los obispos de cada país tendrán que hilar fino y trabajar junto a los gobiernos buscando caminos de colaboración y entendimiento. De no ser así, volverán los dobles mensajes con sus conflictos y  quien queda debilitada es la misión espiritual de una Iglesia que ha perdido poder en la geopolítica, pero que ha de luchar por situarse en libertad para seguir defendiendo la verdad del Evangelio en esa “sociedad líquida” que abre nuevas perspectivas y que necesita nuevos embajadores.

La pérdida de influencia del Vaticano en el mundo ha de recuperarse más allá de las embajadas oficiales, y se ha de ganar en los campos del pensamiento, la cultura, las leyes y el diálogo franco y abierto en esta sociedad globalizada actual.

director.vidanueva@ppc-editorial.com

En el nº 2.739 de Vida Nueva

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