Diálogo entre fe y ciencia

EDUARDO CIERCO. POZUELO DE ALARCÓN (MADRID) | Acierta el arzobispo emérito de Sevilla y cardenal, Carlos Amigo, al afirmar en su columna de opinión que lleva por título La partícula de Dios: “Hay un conocimiento que va más allá de los datos empíricos”. Tesis que no es una especulación, sino una certeza de la neurociencia de las últimas décadas.

Por ejemplo, en su libro La conexión divina, Francisco José Rubia Vila, catedrático emérito de la Fisiología del Sistema Nervioso en la universidades de Múnich y Complutense de Madrid, y que nada tiene de teólogo, escribe: “Estamos al principio del desarrollo importante de lo que en los Estados Unidos se llama ‘neuroteología’”.

“Muchos se preguntarán –continúa– si estos hechos experimentales sobre la existencia en el cerebro de estructuras que producen la experiencia de trascendencia cuestionan las creencias religiosas. No. El creyente asume de algún modo que Dios ha instrumentalizado esas neuronas como puente biológico hasta Él. El no creyente arguye que Dios es una emanación de tales neuronas. Ciencia y religión pertenecen a dos esferas distintas de la actividad cerebral y por ello no pueden contradecirse”.

Aun para actos tan simples como comprar el pan nuestro de cada día, los seres humanos precisamos de una visión de conjunto –aunque sea falsa– del mundo desconocido al que hemos sido arrojados sin previa consulta. Pues solo esa visión de conjunto dará “sentido” a nuestros haceres, incluso mínimos.

Las religiones, teologías y filosofías han procurado darnos siempre ese “sentido”, pero, según Karl Popper, no son ciencia, por cuanto sus conclusiones no pueden ser “falseadas” con datos empíricos. Los avances científicos les comen espacio, pero no su misión esencial, inalcanzable para la ciencia: con datos empíricos no pueden “falsearse” la existencia o inexistencia de Dios. El creyente no lo es por empirismo –ni tampoco por presiones o adoctrinamientos–, sino porque libremente se abre a la Gracia de Dios.

Las neuronas divinas, igual que los músculos, se atrofian por falta de uso. La secularización ha llegado por falta de uso, a la que los errores de la Iglesia no han sido ajenos: autocrítica. Pero en el “hondón del alma”, que diría Miguel de Unamuno, nos queda “algo” “más allá de”: “más allá de” Carlos Amigo, de Eduardo Cierco, de la vida o de la muerte, del Big Bang, de la ciencia, de la razón o del empirismo. No podemos dejar de venerar ese “más allá de” que nos trasciende sino al precio de empobrecer radicalmente la vida que, cuanto menos, nos ha sido dada para vivirla.

Urge que ciencia y fe dialoguen sin prejuicios –que vienen ante todo del rugir mediático–, porque, como señala el papa Benedicto XVI: “Cada una tiene sus propios métodos, ámbitos, objetos de investigación, finalidades y límites, y deben reconocerse su ejercicio autónomo en beneficio de los seres humanos y su desarrollo integral”.

En el nº 2.797 de Vida Nueva.

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