CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla
“Cristo pasó haciendo el bien en obras y palabras. Que ni las obras desdigan de la Palabra, ni las palabras desluzcan el brillo de las obras…”.
Los discípulos de Emaús estaban desencantados. Se quejaban de las promesas incumplidas, de las ilusiones que se desvanecieron. En fin, que eran unos discípulos nuevos, gracias a la buena la noticia que habían recibido de Jesucristo, pero su lenguaje, su modo de hablar estaba completamente envejecido, desilusionado, con indisimulada amargura.
Algo parecido es lo que está sucediendo entre los jóvenes de nuestra Iglesia. La mayor parte de ellos trabaja con entusiasmo y colabora en los distintos ministerios de su parroquia, de su grupo juvenil. Son colaboradores eficaces en distintas campañas y están dispuestos a echar una mano cuando se les necesita. Es decir, que sus obras son buenas y dignas de todo elogio.
Pero pasamos a las palabras y oímos que si el ambiente no ayuda nada en la catequesis, que si la familia no colabora, que si los clérigos no se entregan todo lo que deberían, que si este mundo está patas arriba… Es decir, que muy buenos hechos llenos de juventud, entusiasmo y alegría, y unas palabras para desanimar al más pintado. Los hechos son admirables y las palabras mohosas y envejecidas.
Que las acciones sean necesarias en todo aquello que se refiere a la evangelización y al testimonio cristiano, qué duda puede haber en ello. Pero también necesitamos de las palabras. De expresar y decir a los demás lo que debe estar en la razón de toda esperanza. Cristo pasó haciendo el bien en obras y palabras. Que ni las obras desdigan de la Palabra, ni las palabras desluzcan el brillo de las obras.
No estaría de más recordar la parábola de aquellos dos hijos que fueron requeridos por su padre para que fueran a trabajar al campo. El uno dijo: ahora mismo me voy y cumplo con tu deseo. El otro respondió que no pensaba ir, pero recapacitó y se fue a trabajar conforme a la voluntad de su padre. Lo mejor es trabajar y hacerlo con la alegría de poder servir a Dios y a los demás.
En nuestro testimonio cristiano no caben ni acciones equívocas, dañadas por la falta de la recta intención de buscar el bien y llevárselo al hermano, ni puede ofrecerse un discurso que desmienta el convencimiento de la fe, que se expresa en unas palabras llenas de esperanza.
Cuando se encontraron con Cristo, cambió el estilo y el ritmo de la conversación de aquellos discípulos. Aceptaron lo que decían las Escrituras, reconocieron a Cristo al partir el pan. Ahora sabían muy bien que debían ser testigos de Aquel que había resucitado de entre los muertos. Hombres de palabra y de acciones que manifestaban inequívocamente su fe en el Resucitado.
Decía Benedicto XVI: “Si Jesús ha resucitado, entonces –y solo entonces– ha ocurrido algo realmente nuevo, que cambia la condición del hombre y del mundo. Entonces Él, Jesús, es alguien del que podemos fiarnos de modo absoluto, y no solamente confiar en su mensaje, sino precisamente en Él, porque el resucitado no pertenece al pasado, sino que está presente hoy, vivo” (Mensaje pascual, 2012).
En el nº 2.799 de Vida Nueva.