Carta a Pablo d’Ors

JOSÉ LUIS LARRUCEA (correo electrónico) | Me ha encantado leer tu artículo ¿Habrá en la Iglesia alguien que se atreva? (nº 2.947). Comparto tus convicciones y explicaciones. Tengo 74 años y llevo 51 de cura.

Desde que salí del seminario he ido despidiéndome de la magia, de la solemnidad y de “colar el mosquito y tragar el camello”. En algún momento tuve la duda de que podría ser pasotismo, pero leyendo y releyendo el Evangelio, y moviéndome entre enfermos, niños maltratados y viejos acogidos en una residencia, me reafirmé en lo esencial, en “la señal de los cristianos”: el amor. Me ayudó mucho a creer que iba por buen camino un año de “ITV clerical”, en Salamanca. Me dediqué a preguntar y preguntar…

Soy consciente de lo difícil que es para algunos renunciar a lo que le dijeron sus padres, los curas, los maestros o sus abuelos. Les parece una traición. No es raro que sus convicciones religiosas, en vez de alegrarles la vida, les produzcan miedo. No en vano estaba todo atado y bien atado, y con la amenaza de la condenación, no hay valiente que se atreva. Así se puede creer que te condenarás eternamente si bebes un gota de agua antes de comulgar (conozco casos reales).

No es fácil pasar de una religión de cumplimientos, seguridades y magia, a una religiosidad que encuentra a Dios en los gestos de bondad (“estuve enfermo”…), en el amor y en el perdón. Pero aunque no sea fácil, tengo la evidencia de que a muchos, incluidos clérigos, les alivia y reconforta que alguien les confirme sus intuiciones y búsquedas. He aprendido a no intentar convertirles con palabrería y sermoneo. Así que me atrevo a transmitir esperanza, alegría y, sobre todo, cariño. O por lo menos lo intento.

En el nº 2.954 de Vida Nueva

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