Vocación y discernimiento

CARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla

“Se trataba de elegir entre luz y sombra, entre lo bueno y lo malo. La solución, para el hombre recto, no será difícil de encontrar. Pero la duda está ahora entre unas posiciones igualmente gratas y buenas”.

La duda nos persigue. Es como esa doble sombra que le acompaña a uno por donde quiera que vaya. Una especie de esquizofrenia causada por unos focos de luz que provienen de puntos distintos. Esos reflectores, llenos de luz, engendran sombras, penumbras y confusiones, aunque resulta que la energía proviene del mismo manantial, que es bueno e invita a dejarse bañar por los brillos que vienen de esa fuente.

Se trataba de elegir entre luz y sombra, entre lo bueno y lo malo. La solución, para el hombre recto, no será difícil de encontrar. Pero la duda está ahora entre unas posiciones igualmente gratas y buenas. San Ignacio y sus seguidores en la Compañía de Jesús son maestros en este tema del discernimiento.

Lo mejor es preguntar a Dios acerca del camino a seguir. La respuesta, ni se hace esperar ni deja lugar alguno para la duda: ponte al lado de Cristo y déjate llevar por él. Evidente, pero resulta que el Señor, sin dejar de ser mano y apoyo, le pone a uno en medio de las necesidades mil de las gentes: que andan como ovejas sin pastor, que si no tienen qué comer, que están como ovejas entre lobos, que si han perdido la esperanza…

Así que, guiados con la luz del Evangelio, a darles el pan que necesitan, defiéndelos con la coraza de la justicia, ábreles el camino seguro de las bienaventuranzas.

Igual que en los mandamientos. Al final, el amor a Dios y a los hermanos es lo que cuenta. Después viene el modo de realizarlo y de vivirlo. Llegados a este punto, no hay más remedio que llamar al Ad-vocatus, al Abogado defensor. Y que sea él quien asuma la causa como si fuera suya. Es que, en realidad, suya es. Ha llegado el Espíritu Santo y cambia la luz en fuego. Lo que puede llegar a quemar, es para contarlo. Como el incendio que contemplaba Moisés sin que el arbusto de donde salían las llamas se quemara. También san Juan de la Cruz y santa Teresa saben mucho de lo de la llama de amor viva y del que se muere de ganas de morirse. Y san Pablo, que estaría como muerto si dejara de evangelizar.

Algo tan grande, fascinante y sublime no admite remedios mediocres. Como no haya una entrega completa y generosa, se bloquean las puertas de entrada a ese lugar de los elegidos. Qué buena elección es la del matrimonio. Y la de la virginidad. Y el sacerdocio. Y el diaconado. Y la de tantos hermanos y hermanas que forman la Vida Consagrada.

La vocación es como el tesoro evangélico. Las apariencias engañan. No se ve nada. Hay que cavar. Ahondar en la propia vida y descubrir la mano de Dios en ella.

Decía Benedicto XVI que “la misión sacerdotal constituye un punto de observación único y privilegiado, que permite contemplar diariamente el esplendor de la Misericordia divina” (Curso de la Penitenciaría Apostólica, 25-3-2011).

En el nº 2.771 de Vida Nueva.

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