Nueva apologética

Carlos Amigo, cardenal arzobispo emérito de SevillaCARLOS AMIGO VALLEJO | Cardenal arzobispo emérito de Sevilla

“La apologética tiene que estar desprovista de cualquier afán impositivo, prepotente, orgulloso de la posesión de la verdad…”

La convocatoria realizada en su día por Benedicto XVI para abrir el Atrio de los Gentiles fue, de alguna manera, una convocatoria para recuperar los mejores momentos de la apologética, sin afán alguno de seducción y triunfalismo ni intención de imponer a toda costa, pero con toda la fuerza de la verdad conocida y de una conciencia apostólica bien formada.

Los hechos y las razones son buenos instrumentos cuando la objetividad los ampara y verifica, y cuando la verdad es fruto de la inteligencia que se deja llevar por la sabiduría que Dios ofrece y el conocimiento de la ciencia que aportan los hombres.

La honestidad intelectual es imprescindible, igual que la coherencia y lealtad entre el pensamiento y la conducta, la fe y la moral. Solamente con estos presupuestos se puede hacer la apología de lo cristiano, que es ofrecimiento del misterio, no como opuesto a la razón, sino como un espacio grande e ilimitado que, lejos de hacer desistir al hombre de intentar conocerlo, le incita a adentrarse en él.

Juan Pablo II recordaba que se habían de hacer volar al mismo tiempo las alas de la fe y las de la razón. Que el encuentro en la verdad solamente podría venir por la fidelidad y el diálogo entre el Evangelio, la cultura y la vida, que se guardaría aquello que se ha recibido, pero también se ha de estar abierto a aquello que el Señor podía hacernos llegar en cada momento.

La razón ofrece una reflexión crítica sobre la creencia. No la destruye, ni muchísimo menos, sino que la ayuda a desprenderse de todos aquellos elementos que no provienen de la Palabra de Dios, sino de las muchas adherencias que ponen los intereses meramente humanos. Por otra parte, la fe ilumina a la razón y la ayuda a trascender más allá de lo material e inmediato, dando al conocimiento del hombre unas dimensiones más acordes con su condición de persona dotada de inteligencia y de razón.

La apologética tiene que estar desprovista de cualquier afán impositivo, prepotente, orgulloso de la posesión de la verdad, despreciativo del que considera ignorante, torpe o malvado. Por el contrario, debe estar revestida de esas actitudes que recuerda san Pedro cuando se trata de dar razón de la propia esperanza: suavidad y respeto.

Necesitamos una apologética verdaderamente teológica, que no quede anclada en lo meramente natural, sino que muestre las evidencias del conocimiento de Dios a través de lo que el mismo Dios ha manifestado.

Si de caridad política e intelectual se ha hablado, la apologética puede entrar también dentro de todas aquellas ayudas que necesitan, creyentes y no creyentes, para conocer mejor el misterio de Dios y vivir en coherencia moral con aquello que Jesucristo ha vivido y predicado.

Él es el mejor tratado de apologética. El que la Iglesia quiere que se conozca bien y se asimile y celebre en los sacramentos y en la práctica de la caridad fraterna.

En el nº 2.900 de Vida Nueva

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