Auschwitz en la memoria

MARÍA DOLORES LÓPEZ GUZMÁN | Universidad Pontificia Comillas

Todavía no había acabado la guerra, pero la liberación de Auschwitz por las tropas soviéticas fue un símbolo y una evidencia del fracaso de la Solución Final. El 27 de enero de 1945, los sobrevivientes (unos doscientos mil, de un total de un millón trescientos mil deportados) experimentaron el doble impacto del rescate y la supervivencia; no es fácil salir adelante cuando la vida ha quedado marcada por la pérdida y la violencia. Algunos de ellos quedaron incluso incapacitados para contar lo que sus ojos vieron y sus cuerpos tatuados con el número de serie del campo (memoria imborrable de la humillación) experimentaron.

Hay tres razones principales que se aducen para recordar aquel día que dio a conocer al mundo los horrores de los campos de concentración y de exterminio: la necesidad de honrar a las víctimas, el deseo de que no vuelva a suceder algo semejante y la esperanza de que la vida, tímidamente, pudo más que la muerte. Pero son insuficientes.

Cada vez que el padre Arrupe terminaba una de sus numerosas conferencias sobre lo que había vivido el día que cayó la bomba atómica en Hiroshima, experimentaba una sensación “de un claroscuro muy pronunciado”. Aquello ocurrió el 6 de agosto de 1945. Tres días después sucedería lo mismo en Nagasaki. Este año se cumplirán igualmente 70 años de aquella catástrofe que precipitó el fin de la guerra en el frente de Asia. Pero le costaba contarlo. Él quería transmitir, sobre todo, la fortaleza y el espíritu increíble del pueblo japonés; sin embargo, muchos de los oyentes buscaban los detalles de la masacre por curiosidad o por “el terror por lo escalofriante de la tragedia”, es decir, por morbo. Pocas cosas pueden herir más la sensibilidad de una víctima que el interés malsano por sus sufrimientos. Cuando recordamos acontecimientos trágicos no siempre respetamos a los ofendidos. La memoria debe ir acompañada del silencio de quien se arrodilla ante el misterio del dolor de los sufrientes.

Auschwitz e Hiroshima, además, no son acontecimientos independientes ni aniversarios aislados. No se pueden separar. Uno es símbolo de liberación… otro, de muerte. Siguen ocurriendo matanzas a pesar del deseo de recordar para que no pase otra vez. Experiencias opuestas, de alegría y dolor, que conviven dramáticamente también hoy. Pero esa memoria compartida dispuesta a aprender de la complejidad y las paradojas de la existencia, cuando se toma en serio, ayuda y compromete.

Es verdad que para los supervivientes la vida pudo más, pero hubo otros para quienes la muerte fue más poderosa. Sin embargo, las víctimas inocentes son portadoras no solo de la memoria de lo que es capaz el mal, sino de la opción de Dios por los sufrientes.

Él estaba allí, con ellas y en ellas.

De hecho, Él era una de ellas. Por eso la memoria de Auschwitz nos deja sin palabras: por la inadmisible barbarie humana y por la asombrosa debilidad de Dios por los humillados de la historia.

En el nº 2.928 de Vida Nueva

 

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