El precio de una opción

25 años de los mártires de la UCA

PEDRO ARMADA, SJ | El 16 de noviembre se cumplen 25 años del asesinato, en la Universidad Centroamericana de San Salvador, de seis jesuitas, la cocinera de la residencia y su hija. Un buen conocedor de aquellos trágicos sucesos rememora el alto precio pagado por quienes siempre quisieron estar con “los pueblos crucificados”.

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Era muy temprano, aunque ya había amanecido hacía un rato. Recuerdo que era jueves. De repente, la emisora que estaba escuchando interrumpió su programación para ofrecer un boletín informativo urgente: en la Universidad Centroamericana de San Salvador habían aparecido los cadáveres de varios jesuitas. “¡Dios mío!”, pensé. Y, como un relámpago, el nombre de Ignacio Ellacuría. Las noticias, de momento, eran confusas. No se sabía ni quiénes ni cuántos eran los muertos.

Yo estaba fuera. Intenté ponerme en contacto con algún compañero jesuita, pero me costó más de una hora. Las comunicaciones no eran fáciles en aquellos momentos. Mientras tanto, la radio seguía dando noticias con cuentagotas. Pronto se supo que uno de los jesuitas era Ellacuría. Pero fueron apareciendo otros nombres: Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Juan Ramón Moreno, Amando López, Joaquín López. “¡Dios mío!”. ¿No iba a acabar la lista? ¿Los han matado a todos? Para intentar entender esta locura, tenemos que retroceder en el tiempo. Ya desde mediados de los años 70 del siglo pasado, los jesuitas de El Salvador venían siendo blanco de ataques cada vez más furibundos por parte de los sectores poderosos del país. Primero, fueron ataques verbales, insultos y amenazas. Después, intentos de juicios y expulsiones. Y muy pronto, asesinatos.

UCA

El 12 de marzo de 1977, el P. Rutilio Grande, salvadoreño, era asesinado mientras se dirigía a El Paisnal a decir misa. Estaba claro que no se iban a detener ante nada. Para monseñor Óscar Romero, recién nombrado arzobispo de San Salvador, la muerte de su amigo Rutilio supuso un impacto enorme y le mostró nítidamente el camino. Desde aquel momento, el obispo tímido se volvió valiente. Sus homilías dominicales se empezaron a escuchar por todo el país. La gente encontraba en ellas la verdad que se les negaba por otros medios. Parecía que el Evangelio se hacía realidad ante sus ojos. Las palabras ya no sonaban huecas. Como las de los antiguos profetas, venían cargadas de fuerza de lo alto. Se podía sentir el solemne “esto dice el Señor”.

STONE BEARS NAMES OF SIX JESUITS KILLED IN SAN SALVADOR IN 1989Cuentan que, durante aquellos tres años, podías ir caminando por una calle cualquiera de El Salvador y seguir la homilía completa de monseñor, pues todos los vecinos la estaban escuchando en sus radios. Tres años solamente, porque, el 24 de marzo de 1980, Romero fue asesinado de un disparo en el corazón mientras celebraba la misa en la capilla del Hospital de la Divina Providencia. ¡Un obispo asesinado en el altar! ¿Cuánto tiempo hacía que no se veía una cosa así? ¿Desde santo Tomás Becket en el siglo XII? ¿Dónde estamos? Estamos en El Salvador, el país más pequeño de América Central. País cristiano en el que se persigue y se mata a muchos cristianos, también a curas y, ahora, hasta al obispo.

¿Qué está pasando? Pues una cosa muy sencilla de entender: se anuncia la “Buena Noticia a los pobres”, como proclamó Jesús en la sinagoga de Nazaret (Lc 4, 18). Y los discípulos que la anuncian corren la misma suerte que el Maestro.

Estalla la guerra civil. El Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) se constituye en fuerza militar y se enfrenta al ejército. Incluso controla algunas partes del país. Los Estados Unidos intervienen financiando a los militares con millones de dólares y enviando cientos de asesores. Hay matanzas masivas de civiles, como en el río Sumpul (1980) o en El Mozote (1981) por parte de la Fuerza Armada. A lo largo de los años va aumentando el número de víctimas, hasta superar los 75.000 muertos.

 

Artículo íntegro para suscriptores en el nº 2.917 de Vida Nueva.

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