‘Unitatis Redintegratio’, un regalo para la Iglesia

En el 50º aniversario del decreto conciliar sobre el ecumenismo

PEDRO LANGA AGUILAR, OSA. Teólogo y ecumenista | El decreto Unitatis redintegratio fue promulgado por su santidad Pablo VI el 21 de noviembre de 1964, después de su aprobación por 2.137 votos a favor y 11 en contra. Veamos seguidamente qué significó aquella puesta de largo en el Aula, qué supuso más tarde su funcionamiento y qué panorama tenemos hoy a la vista. Sobre ciertas carencias, van a primar los éxitos. Sus recurrentes decenios no han hecho sino incrementar la bibliografía y darnos ocasión así para un análisis cada vez más riguroso y, en consecuencia, para un mejor conocimiento.

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RESTAURAR LA UNIDAD CRISTIANA, UNO DE LOS PRINCIPALES PROPÓSITOS DEL VATICANO II

Aquel documento, del que ahora nos separa medio siglo, es sin duda la más recordada hazaña de la Iglesia católica en la historia del ecumenismo. El prestigio de este esfuerzo no ha cesado de crecer, y hoy es prácticamente universal su estima: por de pronto, debe seguir estudiándolo quienquiera que desee comprender el concilio ecuménico Vaticano II con la debida profundidad.

Conviene, pues, tener presente de entrada su íntima relación con la constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, promulgada precisamente el mismo día por 2.151 votos a favor y 5 en contra; y con el decreto sobre las Iglesias orientales católicas, Orientalium Ecclesiarum, también votado y promulgado ese día por 2.110 a favor y 39 en contra. A ello cumple agregar los dos capítulos que inicialmente formaban un todo en el esquema-borrador y terminaron siendo autónomos, al quedar transformados en, respectivamente, las declaraciones Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas (28-X-1965), con 2.221 votos a favor, 88 en contra y 3 nulos; y Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa (7-XII-1965), con 2.308 a favor, 70 en contra y 8 nulos. Todo lo cual denota que no es posible analizar adecuadamente Unitatis redintegratio desvinculado de los documentos que acabo de mencionar.

Con él se abría en la mañana de su promulgación un camino ya irreversible, a la vez que prioridad pastoral de los últimos pontificados (Ut unum sint, 3.99). Gracias a este puñado de páginas bien pensadas y ampliamente debatidas, en Roma “se abandonó por fin la visión restringida de la Iglesia de la Contrarreforma y postridentina, y se promovió, no un ‘modernismo’ (como algunos se temían), sino una vuelta a la tradición bíblica, patrística y medieval, que permitió una comprensión nueva y más nítida de la naturaleza de la Iglesia”

El decreto, por otra parte, abrió la Iglesia católica a una sana renovación y dio paso “no a una Iglesia nueva, sino una Iglesia espiritualmente renovada y enriquecida”, matiz, este, de mucho fundamento. Dicha visión, pese a todo, estuvo al principio lejos de ser la que luego fue. Los ecumenistas de la Iglesia católica en vísperas del Concilio eran desdichadamente pocos, según permiten deducir los datos hoy a nuestro alcance. Quienes recelaban de la iniciativa, en cambio, eran mayoría punto menos que hegemónica. Así que la institución del Secretariado para la Unidad de los Cristianos resultó fundamental en este proceso. Sobre todo al principio. Entre sus competencias entraba fomentar un movimiento ecuménico entonces –insisto– casi en mantillas. El cardenal Willebrands nada menos llegó a escribir: “No hemos de olvidar que, antes del Concilio, una gran mayoría de los padres conciliares no había tenido algún contacto ni experiencia de tipo ecuménico, por no hablar de las experiencias negativas, prevalecientes en muchos países”.

La tarea del Secretariado con el decreto consistió en dejar de imponer desde fuera elementos eclesiales a las otras Iglesias, para ofrecérselos de forma más auténtica, ya que la experiencia de estas podía ser de ayuda en orden a purificarse y reencontrar la autenticidad. Monseñor De Smedt había precisado bien este espíritu en su célebre intervención (19-XI-1962)4; y, justo al año de la misma, también monseñor Martin presentando los tres primeros capítulos del esquema. No era cosa, pues, de perderse en un ecumenismo falso de puro considerar como equivalentes las formulaciones todas del cristianismo. Porque el ecumenismo no es un trágala, ni un todo vale, ni un pasatiempo. Que es sobremanera gracia, don, trabajo y esfuerzo común.

Los redactores, además, estaban muy lejos de reabrir viejas heridas. Aspiraban, más bien, a reblandecer el corazón al arrepentimiento de los pecados del pasado: así lo había dicho el beato Pablo VI en la apertura de la segunda sesión, y había motivos para saber de quién fiarse: insistir menos en lo que separa que en lo que une, menos en insuficiencias de las otras Iglesias que en lo bueno y esencial de su fe. Espíritu de lealtad, por tanto, sin ocultar las divergencias; diálogo de mutua comprensión, lenguaje accesible al otro, colaboración práctica en lo moral y social, y, sobre todo, oración común. La Iglesia católica comprendió que para ser aceptada por las otras debía renovarse, colectiva e individualmente.

“El acontecimiento ecuménico central de esta sesión, se puede incluso decir de este año, –afirmó entonces el cardenal Bea– es, sin duda, la definitiva votación y promulgación del decreto conciliar sobre el ecumenismo. Este representa la toma de posición oficial teórica y práctica de la Iglesia católica como tal de cara a la causa de la unión y al movimiento ecuménico; y este significado ha sido reconocido largamente, casi por todas partes”.

Pudo el Concilio, en resumen, hacer suya la causa ecuménica, porque acertó a entender la Iglesia como movimiento, esto es, como pueblo de Dios en camino. Revalorizó en ella su dimensión dinámico-escatológica, y dejó sentado que el ecumenismo, lejos de constituir una añadidura o apéndice, es parte integrante de la vida orgánica de la Iglesia y de su actividad pastoral, centrada en la tradición viva y en la gracia del Espíritu.

Pliego publicado en el nº 2.917 de Vida Nueva. Del 15 al 21 de noviembre de 2014

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