Dejar las armas de ambos lados

Ilustración: Li Mizar Salamanca

Todos deben dejar las armas para hacer política. No solo los guerrilleros. Ya se acabaron los asaltos con cilindros bomba, los ataques mortíferos contra puestos de policía, los secuestros por dinero. Las FARC reposan en campamentos de niños exploradores.

Pero del otro lado no pasa lo mismo. Gatilleros sin uniforme disparan desde motocicletas instantáneas, contra líderes sociales. Acribillan en las calles a quienes reclaman devolución de tierras. También a mujeres, jóvenes mujeres que han salido del fogón para defender los derechos de sus comunidades queridas.

Desde hace casi dos años, las noticias de rabia gotean. Últimamente no hay día en que no se informe sobre un caído. A veces son dos diarios, en un extremo u otro del mapa.

Por lo general estos muertos pertenecen a organizaciones de víctimas, campesinos, desterrados. O a nacientes movimientos políticos con nombres patrióticos y principios inclinados hacia la izquierda.

Con frecuencia los tiros motorizados asustan en zonas que por tradición han tenido influencia guerrillera. Donde los habitantes marcharon al son de los insurgentes, por adhesión ideológica o por coacción.

Son sitios alejados del siglo XXI, en que los alzados se hicieron amos y donde por dictado de sus ideas fundacionales juntaron a la gente en estructuras militantes pero legales.

Hoy, habiendo desaparecido como tal el pequeño ejército insubordinado, esos pobladores influenciados persisten en sus formaciones con asambleas, orden del día, manifestaciones, comunicados en lenguaje de hace un siglo. Y, claro, con sus dirigentes.

A estos apuntan las miras de las armas. Los homicidas los consideran guerrilleros de armas escondidas, peligrosos, alborotadores de las gentes humildes. Entonces los matan, a uno tras otro, en un desangre que inunda los lamentos de las redes sociales.

Como se observa, los asesinados corresponden a un similar perfil personal y político. No son aves solitarias sino personas con influencia regional. Caen abatidos en los cuatro puntos cardinales de la república. Su tragedia es un rosario de todos los días.

Lo mismo ocurre con el modelo del operativo que los aniquila. Es como si aplicaran con ellos una cartilla. Los sicarios brotan por sorpresa. Son profesionales, perfectos asesinos, terminators. Saben dónde poner la bala para que les llegue el correspondiente pago.

¿Pago? Por supuesto. Son mercenarios. Alguien los compra, alguien garabatea escrupulosamente el listado de los condenados, alguien tacha con una cruz el nombre de las misiones cumplidas.

De manera que el problema no son los matones sino los que planifican la matazón. El Gobierno niega que el sacrificio de líderes sea sistemático. Es sordo y ciego a su recurrencia y naturaleza metódica. Como si los estropicios en Macondo fueran propagados por los vientos de la casualidad.

No, Colombia está sometida a un plan. Hay cerebros que guían a escuadrones que seleccionan al encargado del crimen, que pulsa el índice sobre el gatillo. No es la primera vez que la historia patria asiste a estos desangres, inventados por lo menos hace doscientos años.

Así se ha hecho política, así se ha repartido el territorio, así se han escamoteado elecciones, así se han empollado infinitas guerras civiles y sucesivos tumultos guerrilleros.

Hoy, cuando las FARC han entregado los fusiles, es tiempo de que todos dejen las armas para hacer política. Es el único modo de detener la matanza sin fin.

Arturo Guerrero

Compartir