El perdón: una asignatura pendiente y urgente

Cumplo 40 años –muy felices– de sacerdote-misionero. Trabajé en lugares de mucha violencia, primero en África y actualmente en América. Fui afortunado con la formación integral que recibí. Sin embargo, desde el principio de mi ministerio sacerdotal noté un gran vacío en mi formación. ¿Cómo construir paz y reconciliación? ¿Cómo ayudar a superar odios y cómo recuperar el perdón como inspiración central de la Buena Nueva de Jesús? El tema de la violencia y específicamente el tema de la violencia intrafamiliar son las preocupaciones más sentidas de los habitantes de este Continente (Latinbarómetro, 2015).

Cuando por primera vez Juan Bautista ve a Jesús, explota en grito: “¡Ese es el Cordero, el que quita los pecados del mundo!”. Pablo, más tarde, traduce esas mismas palabras diciendo que la justicia de Dios es la justificiación. O como lo dijo el mismo Jesús: “busquen primero el Reino de Dios y su justicia (en otro pasaje: su misericordia), que el resto llegará solo”.

Año tras año, he entendido cada vez mejor que la gran pasión-misión de Dios a lo largo de la historia ha sido, primero, crearse un pueblo, una comunidad, una iglesia, en donde el espiritu dinamizador de todo fuese el amor; y segundo, que el significado más profundo de la existencia es la capacidad de convertirme en don para los demás. Mientras más traté de penetrar en las honduras del Evangelio, descubrí que la expresión más excelsa del ser don era el perdón. Ese era el corazón, la columna vertebral de su mensaje, el perdón de Dios, pero también el perdón horizontal entre hermanos.

¡Cuánto nos cuesta hablar del perdón a los obispos, a los sacerdotes, a los líderes cristianos! Muchas veces, hasta nos parece peligroso nombrarlo. Preferimos eufemismos menos exigentes como convivencia, paz, fraternidad.

¿Por qué vaciamos el perdón de su significado y de su fuerza? Me atrevo a arriesgar dos respuestas. Primero, porque nos avergüenza no ser ejemplo de lo que predicamos; y, segundo, porque no tenemos argumentos sólidos, convincentes, y menos, prácticas de impacto. Con honrosas excepciones, la inmensa cantidad de los sacerdotes no conocemos las inspiraciones teóricas básicas del perdón; y mucho menos las pedagogías prácticas para convertirnos en “corderos que quitan los pecados del mundo”, como lo exige ser discipulo de Jesús. Es sencillamente escandalosa tanta ignorancia sobre un tema tan crucial para la Iglesia y para el mundo.

Precisamos imaginación teológica y pastoral para construir alrededor de este pilar central pero olvidado del don y del perdón. Este pilar a gritos reclama reformas a uno de los sacramentos más importantes de la Iglesia Católica, tristemente cada vez más en desuso: el sacramento de la reconciliación. ¡Cuánta fertilidad y entusiasmo le inyectaría a la formación humana, intelectual, espiritual y pastoral de los actuales y futuros sacerdotes! ¡Cuánta frescura e impacto tendría nuestra pastoral parroquial!

La Ratio Fundamentalis, titulada El don de la vocación presbiteral, lo incluye, pero no logra explicitar el perdón como el corazón del discipulado de Jesús.

Más que “funcionarios de lo sagrado” (84b), los presbíteros somos en la Iglesia y en el mundo signos visibles de la inacabable misericordia del Padre (35), “corderos” que limpian y cargan los pecados del mundo y le enseñan a los demás a ser y hacer lo mismo. Urgente asignatura pendiente para el continente más violento, más inequitativo… y más cristiano. ¡Sin la práctica del perdón se acaba el Cristianismo! 

Leonel Narváez

Presidente de la Fundación para la Reconciliación

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