Donde hay unidad estalla la paz

desfile propagandístico en Pionyang Corea del Norte

La misionera española Ester Palma sueña con la unificación de Corea

Ester Palma, misionera española en Corea del Sur, junto a otros compañeros misioneros en Pionyang

Ester Palma (dcha.) en Pionyang, junto a sus compañeros misioneros

Donde hay unidad estalla la paz [extracto]

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA | Entre los 13.000 misioneros españoles, el de Ester Palma es un caso especial. No tanto porque, pese a su juventud, esta misionera de los Servidores del Evangelio de la Misericordia de Dios lleve ya una década en Corea del Sur, sino sobre todo porque, si bien su vocación se levanta sobre los mismos pilares que el resto de misioneros –anhelo de justicia, dignidad y fe en las comunidades acompañadas–, uno es el que mueve de un modo más fuerte su vida: unidad, unidad, unidad…

“En el otoño de 1989 –cuenta a Vida Nueva– cayó el Muro de Berlín. Fue una noche emocionante, la unificación tan esperada era por fin realidad. Yo tenía 14 años. Cuando tenía 17, tuve la suerte de visitar dos veces Irlanda del Norte. En aquel momento, con el IRA activo, se respiraba mucha tensión. En Belfast, los francotiradores estaban apostados por las calles; la división del país se sentía en las venas. Tampoco me dejaron indiferente las guerras entre Irak e Irán ni la participación de España en varios conflictos armados. Dentro de mí latía el deseo de contribuir a la paz, a la reconciliación”.

“Entré en Traducción –continúa– con la intención de trabajar algún día en el Parlamento Europeo o en la ONU y, desde ahí, poder influir para crear un mundo más humano. Tras un año en Granada, pude seguir la carrera en Londres. Ahí descubrí, gracias a un grupo de oración en la universidad, que el mundo no se cambia en los parlamentos, sino que se construye desde abajo, en el uno a uno. Mi encuentro con una misionera me cambió el modo de ver la vida. Mi propio corazón, en el encuentro con Jesús, se fue haciendo más libre y poco a poco nació el deseo de estar más cerca de los pobres. Entonces surgió en mí el sueño de la misión”.

Hasta que llegó el día que cambió definitivamente su vida: “Fue cuando me encontré con una foto de unos niños de Corea del Norte. Estaban escuálidos y sus miradas estaban totalmente perdidas en el vacío, mientras jugaban en el suelo con unos tanques. El artículo decía que Corea del Norte, a pesar de sus grandes hambrunas, era uno de los países que gastaba más dinero en armamento. La reunificación, la paz, los jóvenes, la misión, la traducción… Poco a poco, todas la piezas del puzzle se fueron uniendo”.

Después de tres años en Argentina, viviendo ya como misionera de vida consagrada, una misionera del grupo le preguntó: “Si tuviéramos que abrir una nueva comunidad en Asia, ¿dónde dirías que es importante?”. La respuesta de Ester fue clara: “Corea”. Al año siguiente, ya estaba preparando la fundación de su comunidad allí con otras dos misioneras, en la Diócesis de Daejeon. “Ahora –comenta–, cuando ya he cumplido diez años de vida en Corea del Sur, es maravilloso ver el camino que Dios traza con nuestra vida. Sus insinuaciones, nuestros síes, el camino paciente en que todo se va dibujando”.

desfile propagandístico en Pionyang Corea del Norte

Desfile propagandístico en Pionyang

Un camino enriquecedor, pero en el que vivió un hito que le acercó a su sueño: “En junio de 2013 pude realizar un viaje a Corea del Norte. Cáritas Internacional nos pidió a tres misioneros realizar ir en su nombre para verificar que su envío de harina había llegado correctamente. Fueron cuatro días inolvidables, llenos de gratitud a Dios por su fidelidad y también de dolor y de tristeza por todo lo que pudimos ver y oír”. Acompañados todo el tiempo por delegados del Gobierno norcoreano, les llevaron a los lugares importantes de Pionyang: “La casa natal del Gran Líder, Kim Il Sung; la estatua de Kim Jeong Il… La verdad es que, aunque se esforzaban por enseñarnos la belleza y grandeza del régimen y su hospitalidad era enorme, veía que no podíamos tener contacto con la gente e íbamos continuamente escoltados por oficiales. Desde la ventana del hotel, estratégicamente aislado, rezábamos por todos los hermanos que veíamos a lo lejos. La mayoría de las personas se mueven a pie por la capital y parece que recorren grandes distancias. Algunos de ellos tienen bicicletas, y muy pocos (seguramente oficiales) un coche”.

El panorama en Corea del Sur es el mejor de cara a la reconciliación: “El Gobierno es muy contrario a ningún acercamiento. Su política es muy de derechas, estando marcado por la mano dura, una excesiva militarización y su relación con Estados Unidos, siendo su único interés servir a su geopolítica e intereses comerciales. Los estadounidenses siguen jugando a su juego de divide y vencerás para poder vender todos sus productos”.

Pese a todo, esta soñadora con la paz y la unidad no pierde la fe: “Nos queda rezar y continuar la lucha en nuestras vidas cotidianas para labrar un camino que es de dos direcciones y que se ha de construir con el esfuerzo y el respeto de ambos países”. Eso y que, de una vez por todas, haya un verdadero “interés de la comunidad internacional por esta situación”. Algo que requiere el más difícil todavía: “La unificación de Corea no es apoyada en realidad por las grandes potencias, ya que en esta zona del mundo se juegan muchos intereses geopolíticos y comerciales. Tenemos a nuestro gran vecino, China, con el que todos quieren estar a buenas; a Japón, que es una neocolonia de Estados Unidos; y luego están las situaciones de Hong Kong y Taiwan, que son muy inestables y complejas”.

Parecerá utópica, pero la receta de esta misionera es la misma que, insistentemente, reclama Francisco para revertir la convulsión global en que vive instalada la humanidad: “Solo el tener el centro en las personas y no en la economía, el ser auténticos y no buscar nuestro propio bien sino el de los demás, en especial el de los pobres”.

El ‘shock’ ante un mundo desconocido

Por las historias de primera mano que conoce Ester Palma, los norcoreanos que logran llegar al Sur no lo tienen en absoluto fácil: “Es tal el contraste que se establece el mismo protocolo con todos los refugiados, pues salen de un espacio cerrado herméticamente durante 60 años. Primero, pasan tres meses en un centro de adaptación, siendo instruidos poco a poco sobre la vida en el mundo occidental. Les explican cómo comprar en una tienda, cómo funcionan los impuestos, los bancos, las tarjetas de crédito, las religiones que hay, reciben clases de inglés… Después, a todos se les presta un apartamento, se les da la tarjeta de ciudadano, un teléfono móvil y se les ofrece asesoría laboral. Aunque lo cierto es que la mayoría se topa con una sociedad muy competitiva, sin lugar aparente para ellos, por lo que caen en la precariedad. Sin olvidar que todos ellos además ya llegan de su largo viaje, muy cansados”.

Aquí, quien se vuelca es la Iglesia. Por ejemplo, los franciscanos de Seúl, a los que conoce bien y que cuentan con un programa que ofrece verdaderas esperanzas a los refugiados: “Desde hace 10 años cuentan con un grupo de jóvenes del Sur que quieren acompañar a otros del Norte. Les dan clases de inglés y les ayudan a encontrar trabajo, pero lo esencial, lo que de verdad llega al corazón de quienes han huido, es que quieran estar con ellos”.

Publicado en el número 3.018 de Vida Nueva. Ver sumario

 


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