“Mi compañero en el CIE tenía las costillas rotas y las mandíbulas destrozadas”

un grupo de gente protesta pidiendo el cierre del CIE de Valencia

Philippe, inmigrante africano, relata a Vida Nueva su experiencia en un centro de internamiento de extranjeros

un grupo de gente protesta pidiendo el cierre del CIE de Valencia

Protesta reclamando el cierre del CIE de Valencia

“Mi compañero en el CIE tenía las costillas rotas y las mandíbulas destrozadas” [extracto]

MIGUEL ÁNGEL MALAVIA | La crisis abierta sobre la situación que se vive en los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE) sigue candente. El foco ha recaído estos días en el de la Zona Franca de Barcelona, donde 70 internos se rebelaron el día 1 de noviembre durante tres horas en el patio, y en el de Madrid, ubicado en el barrio de Aluche. En este, a la protesta de 39 internos, que pasaron la noche del 18 al 19 de octubre en la azotea, se sumó la controversia sobre si habían sido posteriormente maltratados o no (SOS Racismo y la Coordinadora de Barrios presentaron una denuncia en atención a la versión de varios internos, que contradice a la de las autoridades, que sostienen que el conflicto se cerró de un modo dialogado y pacífico).

Así, aunque en los días siguientes han visitado sus instalaciones representantes del Defensor del Pueblo, del Senado, de la Comisión de Interior del Congreso (con diputados de distintas formaciones) y la propia alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena (que denunció que el centro es “ineficiente” y representa una “institución fracasada”, pues “prisioniza y no logra las expulsiones de extranjeros que pretende”, no llegando al 40% de los internos los que son finalmente deportados), la tensión se agudizó el 3 de noviembre, cuando se conoció que dos internos que iban a ser expulsados al día siguiente habían conseguido escapar saltando la valla. No obstante, al poco uno de ellos apareció deambulando por los vagones de la estación de Atocha y fue inmediatamente devuelto al centro.

Sin embargo, el hecho más crítico ocurrió en las horas siguientes, cuando se supo que 20 internos iban a ser expulsados en bloque y enviados directamente a Argelia, su país de origen. Esa mañana, a las puertas del CIE, se convocó una manifestación de protesta en la que estuvieron presentes varias personas ligadas a entidades eclesiales. Santiago Yerga, abogado de Pueblos Unidos, institución jesuita cuyo equipo de voluntarios está muy presente en el centro ofreciendo todo tipo de apoyo a los internos (él mismo les presta asesoría jurídica para que conozcan sus derechos), confirma a esta revista que ninguno de los 20 había participado en la protesta de días atrás, siendo esas deportaciones en grupo una práctica habitual.

Philippe inmigrante irregular en España estuvo internado en el CIE de Valencia

Philippe, en la JMJ de Madrid de 2011

“Me sentí como en la cárcel”

Si en los siete CIE que hay en toda España hay cientos de internos esperando a saber si serán expulsados o no en el plazo máximo de 60 días (en 2015, 6.930 extranjeros pasaron por un CIE), buena parte de ellos, al recuperar la libertad, se lamentan por el trato recibido. Vida Nueva recaba el testimonio de Philippe (pide no citar su apellido), quien estuvo en el CIE de Valencia.

“Nunca antes había estado en la cárcel –señala–, pero diría que allí fue la primera vez, dado todo lo que viví… No fue diferente de lo que había visto en la televisión u oído hablar sobre la prisión”. Aún horrorizado, recuerda cómo empezó todo, con su detención: “La forma en que la policía me llevó al CIE me hizo sentirme un criminal; esposado, con el cinturón tan apretado que no me dejaba mover, yendo a 180 km/h, con la sirena puesta… Lo que más recuerdo es lo asustado que estaba, pues me hacía idea de a dónde me llevaban”.

“Ya en el centro –continúa–, nada fue diferente de lo que me había imaginado. Nos trataban como si fuéramos unos delincuentes. Para hablar con mis familiares, tenía que hacerlo en una sala, separado por un cristal y bajo la vigilancia de los agentes. Hasta para ir a buscar mi ropa para cambiarme tenía que pedir permiso e ir con un policía detrás…”.

Pero lo peor fueron los malos tratos: “Los hombres de uniforme pegaban a los internos y se infringían castigos con el agua, duchándonos con ella muy fría o muy caliente. Además, sabíamos que algunas expulsiones eran vergonzosas e ilegales”. Pese a ello, asegura, “los internos teníamos nuestra arma: estar unidos y sentirnos uno frente a esos abusos”.

Uno de los casos que más le hizo estremecer fue el de un joven interno, padre de familia, que ingresó herido de gravedad: “Nos contó que le había atropellado un coche de la policía en la calle. Casi murió. En el centro, ese compañero tenía las costillas rotas y las mandíbulas destrozadas y cosidas, por lo que hablaba con la boca cerrada. Daba pena. Solo comía papilla. Pese a su lamentable estado, tuvo un final triste: fue expulsado”. Los compañeros respondieron con una huelga de hambre, pero de nada sirvió.

CIE Centro de Internamiento de Extrajeros en Aluche Madrid

Exterior del CIE de Aluche

El difícil día a día

Hoy, una vez superada aquella experiencia y tras cinco años viviendo en España (llegó con 22 desde un país de África que prefiere no identificar, residiendo en un municipio a media hora de Madrid), y “pese a haber cumplido más de los tres necesarios para el arraigo”, su situación continúa siendo irregular. Con lo cual, el miedo a volver a caer en un CIE o a ser expulsado sobrevuela cada día en su cabeza: “Es una sensación constante de angustia, de incertidumbre, de verse uno completamente anulado, incapaz e impotente”. Además, ante los altos índices de paro, no atisba una salida: “Echas un currículum y todos te llaman encantados, sonriendo, pero al final acaban colgándote con un ‘lo siento’ tras escuchar la maldita palabra, ‘irregular’, como si los que están en situación regular lo pudieran haber conseguido a golpe de magia o con un milagro que no sea un precontrato… Lo peor es tener que enfrentarte al mismo espejo de todos los días, el que te dice sin engaños que no eres el mismo de ayer, ni el de antes de ayer, ni el del año pasado”.

Aun así, reconoce, se ha buscado la vida con trabajos sin contrato y, además, ha sacado tiempo para sus grandes pasiones: cantar en el coro parroquial y la escritura. Algún día, sueña con publicar los innumerables y peligrosos avatares desde que dejó su país hasta que pudo llegar a España para reunirse con su madre…, y lo que se encontró luego en la Europa soñada que no le acogió como esperaba.

Hoy, aunque muchas veces le “avergüenza” reconocer que estuvo un tiempo “encerrado como un delincuente”, no quiere cerrar ese episodio con el olvido anestesiante y sigue luchando: “Hay que cerrar los CIE. Nadie debe estar privado de su libertad sin haber cometido un delito”.

El único consuelo, el de los sacerdotes

En medio del infierno vivido en el CIE, Philippe solo recuerda una luz que les daba verdadera esperanza: “Algunos sacerdotes venían a intentar subirnos la moral. Celebraban la misa y luego charlábamos. Nos apelaban a tener confianza en Dios y se metían en nuestra piel, haciéndonos ver que aquello no era el fin del mundo, sobre todo para los que definitivamente iban a ser deportados. Esas visitas nos venían bien; nos hacían ver las cosas desde otro ángulo y lo pasábamos bien con ellos. Eran los únicos a los que dejaban llegar hasta donde nadie más de fuera lo hacía. El simple hecho de saber que estábamos todos reunidos en una sala con ellos y que uno tenía la libertad de preguntar cualquier cosa, y tener la certeza de que te responderían tratándote como una persona libre, nos daba sosiego”.

Publicado en el número 3.011 de Vida Nueva. Ver sumario

 


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