Una paz que brinca las fronteras

Li Mizar Salamanca

Li Mizar Salamanca

La paz de Colombia es mucho más que el sosiego de la martirizada esquina noroccidental de Suramérica. No es solamente el cese de la muerte en un punto angular que une a un continente con un istmo y a continuación con el territorio de la máxima potencia del mundo.

La paz en esta tierra de trópico y exageración se ha proyectado como modelo para tantos países que en pleno siglo XXI se trizan en bombardeos sobre edificios de niños y sobre monumentos cuya construcción y decorado costó milenios.

Colombia estremecía como el último reducto en América donde hombres asesinaban a hombres, amparados en doctrinas políticas que el resto del planeta había ya botado al basurero de la historia.

Desde la caída del Muro de Berlín en 1989, aquellos dogmas escarlatas fueron expulsados como yugo opresivo que atravesó el siglo XX. Eso sucedió en todo el mundo, menos en Colombia.

Hirsutos combatientes, instruidos por catecismos caducos, persistieron en una lucha por salvar a un pueblo que a la postre resultó masacrado y desterrado por estos “atroces redentores”. Tal calificativo le pareció digno a Borges para titular el relato sobre Lazarus Morell, “emancipador” de negros en el Mississippi, de su Historia Universal de la Infamia.

Sus contrapartes estatales —¡hay que decirlo! — no tuvieron escrúpulos para dotar de fusiles y finanzas a hordas de uniformados irregulares que actuaron con idénticas tácticas homicidas. En medio de los fuegos se debatió una pequeña humanidad en fuga.

La extenuación de esta guerra llevó a sentar a las partes contendientes en una mesa para negociar alguna sensatez. Desde el primer momento varios países se ofrecieron como sede de conversaciones, garantes de las mismas, acompañantes, observadores. Querían brindar acogida, financiación y asesoría a las arduas jornadas de acercamiento.

A medida que avanzaban los seis años de esta construcción de puentes, los dignatarios cercanos y los de Norteamérica, Europa, Vaticano, Naciones Unidas, inclinaron sus buenos oficios para la protección de esta esperanza.

Una vez firmado el Acuerdo Final, la ruta colombiana hacia la concordia fue puesta como ejemplo ante los países con conflictos. En medio de la debacle del Medio Oriente y del Asia de la Biblia, este país con nombre de paloma parecía enseñar buenos modales.

Pero las aves agoreras tiñeron de oscuro el horizonte cuando la opción del No impuso sus guarismos en el plebiscito que validaría los acuerdos. ¿Qué pensaría el secretario general de la ONU, quien menos de una semana antes los había consagrado con su presencia y discurso en el egregio acto de firma en Cartagena?

¿Cómo explicaría Colombia ante el planeta el desplante de haber programado varias solemnidades públicas de paz, antes de que los votos dieran ratificación definitiva a la legalidad de la tinta en las rúbricas? Los gobernantes internacionales parecían haber sido asaltados en su credulidad.

Pues bien, la concesión del Premio Nobel de Paz al presidente Santos, y en su nombre a las víctimas, representó el desquite de esta historia. El insuperable galardón fue anunciado apenas cinco días después del naufragio del plebiscito. Y cuando nadie creía en su posibilidad.

Los renglones torcidos con que escribe el azar indicaron de nuevo que la paz de Colombia desborda su geografía. Que el orbe entero puja por este parto. Que el sesgo de ánimo con que este país cauteriza sus sangres es un imperativo del presente con proyección universal.

Arturo Guerrero

Periodista Y Escritor

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