El padre Juan


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Autocrítica reflexión tras la muerte de Juan Viroche, el sacerdote que denunciaba a los narcos

La noticia fue breve, precisa y muy dolorosa. Recorrió rápida los invisibles hilos de las tecnologías que, a través de nuestros teléfonos y computadoras, nos ponen en contacto con lo que pasa y, al día siguiente, ocupó las portadas de los medios de comunicación: el cuerpo del padre Juan Viroche, aquel que denunciaba a los narcos que atacaban las ovejas del rebaño que le habían confiado, colgaba sin vida en su parroquia. Era una de las informaciones más importantes de la vida de la Iglesia en Argentina. Quizás tan destacada como aquella que nos dijo, hace no tantos años, que había sido asesinado monseñor Enrique Angelelli.

Como ocurrió con el obispo riojano, antes de llorar comenzamos a discutir sobre lo que había pasado. Como si en los dos casos no hubiera estado muy claro desde el primer momento. Más de 30 años después del asesinato de Angelelli, la Justicia llegó a la misma conclusión a la que había llegado su pueblo el primer día. Ahora también ese “pequeño rebaño” del padre Juan sabe lo que pasó. Ahora también la Justicia, la policía, los políticos, los medios y muchos de nuestra querida Iglesia eligen no llorar, sino discutir y especular, como si lo ocurrido no fuera suficientemente elocuente: un párroco que denunciaba a los narcos se suicidó, acorralado por aquellos delincuentes, o acorralado por su miedo, o por su soledad. ¿Cuál de los tres motivos es más terrible?

Los Pilatos de siempre dicen que hay que esperar a que “se pronuncie la Justicia”, o sea, que pasen treinta años como ocurrió con Angelelli. Mientras tanto, podemos todos seguir haciendo lo que estamos haciendo, no hay que cambiar nada, ni siquiera llorar. ¿Para qué llorar si es posible que el cura estuviera “enredado con una mujer”, como sugieren algunos medios? ¿Acaso eso hace la situación menos trágica? Como en los tiempos de la dictadura militar, vuelven algunos a instalar la idea de que “en algo estaría metido”. Parece que no aprendemos nunca y que la hipocresía no tiene límites.

Silencio que paraliza

También ahora, como en tiempos de Angelelli, tenemos que leer comunicados oficiales que no logran conmover a nadie. “Conmoverse” es “moverse con”, hacer algo con otros, ponerse en movimiento. Nada de eso ha ocurrido. Un silencio de muerte nos paraliza. ¿Qué más tiene que ocurrir para que dejemos de hacer lo que estamos haciendo y nos aventuremos hacia lo nuevo, lo verdaderamente conmovedor, lo que muy pocos se atreven: llamar a las cosas por su nombre y jugársela por la verdad?

Si somos capaces de reflexionar a fondo sobre estos temas, tenemos que reconocer que nuestra sociedad no está siendo destruida por los narcotraficantes, esos delincuentes también son un eslabón más de una tragedia más profunda. El problema es la droga. Mejor dicho, el problema es que nos drogamos. Y eso pone de manifiesto el verdadero desafío que tenemos que afrontar en la Iglesia: ofrecer desde la fe una respuesta al sinsentido de la vida que nos ofrece la sociedad en la que vivimos.

¿Qué más tiene que ocurrir? Hasta tenemos un Papa argentino que está cambiando la historia del mundo, y tampoco eso logra sacarnos de las discusiones y ponernos en acción.

Querido padre Juan, seguramente ya lo dijiste en el último instante cuando colgabas como el Maestro entre el cielo y la tierra, pero necesitamos que lo repitas siempre, también como el Maestro: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

Publicado en el número 3.008 de Vida Nueva. Ver sumario

 


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