Buero Vallejo y el punto de vista de Dios

Antonio Buero Vallejo, dramaturgo español

Se cumplen cien años del nacimiento del dramaturgo español más influyente tras la Guerra Civil

Antonio Buero Vallejo, dramaturgo español

Buero Vallejo y el punto de vista de Dios [extracto]

JUAN CARLOS RODRÍGUEZ | Antonio Buero Vallejo (Guadalajara, 29 de septiembre de 1916-Madrid, 29 de abril de 2000) regresa a la cartelera. Por fin. Sale del purgatorio para que, al menos en su centenario, no solo se repongan sus obras, las mismas que tienen que soportar el estigma de “pasadas de moda”, sino su propio testimonio. Porque Buero fue –y lo sigue siendo– una figura incómoda. Él era, por naturaleza y por la cruda biografía de su adolescencia, marcada por la guerra, un inconformista que no encajaba en ningún lugar común de la ideología. “Un hombre de izquierdas a pesar de todo”, así se le ha definido. Tuvo que soportar la inquina de quienes le gritaban que debió ser fusilado y, también, enfrente, la de quienes le acusaban de someterse a la dictadura. No fue así: él, como su teatro honesto y valiente, pretendía un imposible en la década de los 50 en la que comenzó a publicar y montar sus dramas: la reconciliación.

Buero sigue siendo un gran desconocido. La cuestión de Dios en su teatro –“el punto de vista de Dios”, según le hace decir a uno de sus personajes, Vicente, en El tragaluz (1967)– ha interesado mucho fuera de España y muy poco dentro. Ese punto de vista de Dios –“que nunca tendremos, pero que anhelamos”, contesta Mario, el otro protagonista de El tragaluz– tiene, sin embargo, un notable peso específico en su dramaturgia y en su vida personal.

“Buero nos plantea la cuestión de la existencia de un ser superior, al tiempo que expresa el radical deseo humano de luz, esto es, de trascender la oscuridad de nuestra limitada condición, en una búsqueda incesante de la plenitud”, según la hispanista Patricia Walker O’Connor. El filósofo José Luis Abellán llegó a describirlo como “un testigo de la existencia de otro mundo, un místico que no se conforma con la condición humana”. Antonio Buero Vallejo, dramaturgo español

Falsa imagen de ateo

El teatro ha sido históricamente el escenario donde se representaba la cosmovisión del mundo, del hombre y de Dios. También en Buero. Aunque no lo mencione. Está, como lo está en su propia búsqueda –dramática, angustiosa– de Dios. Ese Dios que no tenía pero que anhelaba y que reflejó en dramas como En la ardiente oscuridad y Diálogo secreto. “No era ateo, era agnóstico. Decía que tan difícil era afirmar que había Dios como que no lo había”, explicó poco después de su muerte su viuda, la actriz Victoria Rodríguez, quien le conoció en 1956 sobre las tablas del Teatro María Guerrero. “Buero jamás discutió conmigo sobre estas cosas, sabía mucha teología y era muy respetuoso con los demás”, respondió al periodista que le preguntaba por el existencialismo erróneamente ateo de Buero. Esa imagen atea –falsa– perdura y resiste.

“Trascendencia, muerte, Dios. He aquí una tríada de conceptos que van apareciendo cada vez más vinculados a la dramática de Buero”, como ya apuntó Abellán. El filósofo cita, por ejemplo, la obra Irene o el tesoro (1954), la obra en la que Buero escribe:

DANIEL: Y todos los soñadores sabemos que el mundo no es solo esta sucia realidad que nos rodea: que en él también hay, aunque no lo parezca, una permanente y misteriosa maravilla que nos envuelve.

IRENE: ¿Verdad que sí?

DANIEL: Sí. Y esa maravilla nos mira, y nos vigila, y nos penetra… Y, algún día, puede que logremos verla cara a cara.

“Sin embargo –sostiene Abellán–, esa realidad no se atreve Buero a llamarla divina”. Como le dice Irene a Juanito, el niño que le ha traído la alegría y que llega a proclamar en el drama de Buero: “Yo creo que tú eres Dios”. Esa Irene, joven, viuda y que nunca pierde la esperanza, le contesta: “Levántate y no pronuncies esa palabra. Es demasiado elevada para todos nosotros”. Eso mismo habría respondido Buero Vallejo. En Hoy es fiesta (1956) se refiere, insiste Abellán, a Dios sin nombrarlo como “misterioso testigo, que a veces llamamos conciencia”. O, más adelante, por boca del protagonista, Silverio: “A ti, casi innombrable, a quien los hombres hablan cuando están solos sin lograr comprender a quién se dirigen”. Así era la plegaria del propio Buero Vallejo: “Un río enorme… que me invade”, según le hace decir a Pilar, la mujer de Silverio, ya moribunda. No le faltaba, pues, la esperanza.

No era ese “místico sin Dios, como lo llamó el profesor Luis Iglesias Feijoo al modo de Rilke, de Camus o Borges. Ni mucho menos; más bien su teatro –El tragaluz, Historia de una escalera, En la ardiente oscuridad, El concierto de San Ovidio– estaba marcado por lo que el filólogo Ricardo Doménech denominaba “una ausencia-presencia de Dios”. Eso sí, “un Dios que no es el Dios de las religiones, Dios de certezas, sino Dios incierto, equívoco, de la tragedia: el Dios de Pascal y Racine, diría Goldmann, el de Cervantes y Unamuno, diríamos nosotros”, según lo definió Doménech.

Acerca de El concierto de San Ovidio, José Luis Vicente Mosquete opinaba que “las sabias y prudentes, las bondadosas voces que vienen de la altura no pueden tener más que un origen, y Dios está siempre detrás”. Esas mismas alturas son las que dan luz a esos ciegos que están presentes en la gran mayoría de sus obras. En esa presencia constante de personajes ciegos está esa ceguera que le obsesionaba como un sólido simbolismo del ser humano y, también, del ser español. “Con mi obra he pretendido iluminar la ceguera en la que todos los españoles hemos vivido durante años. Mi intención ha sido sustituir la ceguera por la luz”, dijo el propio Buero en 1993.

Sin duda, esa ceguera se vincula con la reconciliación que habita en el conjunto de su obra literaria –que también era de denuncia, de crítica e inquietud social–, a raíz de su propia peripecia personal: la Guerra Civil, la condena a muerte por Franco ante su “adhesión a la rebelión”, la conmutación después por treinta años de cárcel, su encuentro en la prisión de Conde de Toreno con Miguel Hernández, su libertad provisional en 1946.

Pero, también, esa ceguera contiene un profundo significado metafórico frente al que siempre anteponía el autor la búsqueda de luz, la voluntad de luz, que tiene todo ser humano. Y esa camino hacia la luz era en Buero espiritual. “Cuando estudiaba, comprendí a santa Teresa, y a san Juan de la Cruz. También ellos vivían en un mundo donde les pasaban cosas maravillosas… Locos, les decían”, diría el dramaturgo.

Una conmemoración sin apenas apoyo institucional

Los actos conmemorativos del centenario del nacimiento de Buero Vallejo, que se cumple el 29 de septiembre, están protagonizados por la exposición biográfica recién inaugurada en la Biblioteca Nacional, Del dibujo a la palabra (hasta el 6 de noviembre), que resalta su presencia fundamental en la escena literaria española de la segunda mitad del siglo XX.
Aunque expone también su faceta como dibujante y pintor, es la cárcel la que trastoca la carrera profesional de Buero, que elige el teatro como su lenguaje a partir de entonces. El Ateneo de Madrid, del que fue un socio activo y notable, le ha dedicado una amplia programación sin apenas apoyo institucional. Y Guadalajara, su ciudad natal, ha preparado distintas actividades para el día 29, con un “gran acto institucional” con representaciones, recitales, mesas redondas, conferencias… como función principal. Obras como La Fundación, El sueño de la razón o En la ardiente oscuridad llegan, además, a teatros de toda España de mano de compañías como Trotea, Ferroviaria o La pensión de las Pulgas.

Publicado en el número 3.004 de Vida Nueva. Ver sumario

 


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