Ya en Cracovia. Ser voluntario, un arte

voluntarios en la JMJ Cracovia 2016 para ayudar a los peregrinos de otros países que llegan a la ciudad

José Beltrán narra su día a día en la JMJ, en el ‘Diario de un peregrino’

voluntarios en la JMJ Cracovia 2016 para ayudar a los peregrinos de otros países que llegan a la ciudad

Los voluntarios de la JMJ ya están trabajando a pleno rendimiento en el centro de Cracovia

JOSÉ BELTRÁN, enviado especial a CRACOVIA | Por amor al arte. Aunque cambien la última palabra por “Dios”. O por “fe”. O por “el otro”. Poner un pie en el centro de Cracovia es toparse con cientos de voluntarios que no tienen otras motivaciones más que estas. Podría haber sido un verano para el Interrail. O para escaparse en un vuelo low cost a Ibiza. O para echar una mano en una ONG. O prácticas de trabajo. Pero no. Alicia, Patricia y Erika se han “consagrado” a la JMJ.

Y así, con esta misión se plantan a las diez de la mañana en el colegio de los padres escolapios para acompañar a un grupo de españoles. Sin esperar nada a cambio. Su sonrisa y su paciencia no desaparecerán aun cuando se les interroga sobre el valor en el mercado del zloty [la moneda del país], se les examina sobre el influjo del gótico polaco en el europeo o se les pide que paren una vez más porque otra vez alguien necesita un aseo con urgencia.

Esto no hay guía que lo aguante. Pero un voluntario no solo lo comprende, sino que acoge cada uno de estos dilemas como propio. Y el que llega de fuera contempla la patria de Juan Pablo II con los ojos de quienes se entregan por ser esa Iglesia en salida que acoge y acompaña, que guía y festeja, que busca la manera de hacerse entender aunque haya combinaciones de consonantes y vocales imposibles de traducir. Y menos aún de pronunciar.

Una se defiende en español, la otra se pelea con nuestro idioma y la tercera, que solo pilota en polaco, se sabe todos los rincones de la ciudad. Un trío perfecto.

“Soy una enamorada de España. Cuando estuve en Barcelona mi alma se quedó allí”, me cuenta Alicia, que en septiembre empieza la universidad. Y lo hará con una madurez algo insólita para una chica de su generación. Tanta como para saber controlar el uso de las redes sociales: “Mi abuelo me dijo que se enamoró de mi abuela gracias a que la conoció poco a poco; que Facebook, con esa sobrecarga de información personal, poco ayuda al redes cubrimiento íntimo. Por eso he decidido limitar mi presencia en las redes”.

No contenta con eso, nos recomienda un libro testimonial de personas que reflexionan en la recta final de su vida sobre aquello que les ha quedado por luchar. “Me ha cambiado la perspectiva de qué es lo que quiero hacer con mi futuro”. Celebro que en su vida no haya una vocación de tronista o un hashtag que busque retuits.

No lo veo en ella. Tampoco en Erika o Patricia. Ni en el grupo de voluntarios polacos que nos contagian sus ganas de bailar en la Plaza del Mercado.

En la que sería el equivalente a nuestras plazas mayores, no hay Mickeys hinchando globos a un euro o loteras vendiendo décimos de Navidad en pleno julio. Hay monjas que coreografían el himno del encuentro, sacerdotes que se ofrecen para un encuentro que puede derivar en una reconciliación o jóvenes que alientan a otros jóvenes.

Y todo, por amor al arte. O mejor, por el arte del amor.

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